BELLA
En STENCIL hablé de las láminas de KM104 como si fuesen unas mesas de disección. Todo esto, para comenzar, tenía que ver con la célebre y canónica fórmula de Lautréamont: “bello como el encuentro fortuito sobre una mesa disección, de un paraguas y una máquina de coser”. Era la manera que había, en 1985, de definir lo bello, en medio del drama. En griego, etimológicamente asociado a la idea de “hacer”. Es decir, en ese momento, hacer lo que había que hacer; hacer lo que se juega a nivel de la tela, de unas historias combinadas, evocadas por la potencia de los nombres implícitos en su configuración. Circulaban (poco) los textos de Barthes sobre Twombly. Algunas plumas de fundamento debían admitir con pesar que Barthes escribiera de pintura. Había quienes sostenían que pintar hacía cómplice de la dictadura. Había que leer, solo aquello relativo a la “cámara lúcida”, esperando deducir de esa lectura, una “teoría de la fotografía”. La frase de Lautréamont hacía mención a una herida simbólica; es decir, in/colmable. De ahí, la atención creciente por las suturas en la escena. El hilo se verificaba, primero, como trazo gráfico. Una pulsión reparatoria fijaba en la costura la determinación de un afecto arcaico por esta máquina fascinante que remendaba un trozo de lienzo, elaborando pliegues y dobladillos. La pasión de la aguja, penetrando y retirándose, re/acomodando una fábula infantil, prolongaba el goce de la repetición. Noción disponible para validar un encuentro fortuito, similar al fulgor de un accidente anticipado en el kilómetro ciento cuatro de la ruta hacia la playa, convertido en epifanía joyciana. Belleza de un momento de condensación extrema, apta para definir la representación de la “leva de un deseo” en el momento de su manifestación, como la “leva en masa”, en el campo léxico de la Convención Nacional de 1793, que se aproxima al levantamiento popular contra una potencia ocupante. El Otro ocupa ese lugar para conducir el deseo de levantarse, en el sentido de sublevarse, para luego ser desplomado sobre la mesa de disección que recibe los despojos de un deseo emancipatorio. La escena chilena de 1985 estaba sellada en la figuración mayor de un despojo: descendimiento de la cruz. Disputa de la cita bíblica. Representación máxima del des/encuentro de un cuerpo con su filiación. En este sentido, “Lonquén 10 años”, que montará Gonzalo Díaz en 1989, ya estaba implicada (como obra) en el encuentro fortuito de las imágenes de “KM104”, en 1985, como restos, sobre una lámina concebida como (si fuera) una mesa de disección que acoge la belleza de sus proximidades improbables; porque, en definitiva, una mesa de disección no es otra cosa que una “mesa de montaje”, donde se secciona el cuerpo de obra en unidades que se desplazan y se interponen, recomponiéndose, para obtener nuevas entidades que instauran una extrañeza máxima, una distancia inquietante entre la botella de Klein, el dibujo de una playa con gente disponible para tomar un baño, con el cuerpo descubierto para tal efecto, buscando recrear la parodia de una escena de bautismo evangelista, que anuncia la encarnación del Verbo, reducida a su máxima literalidad. A las caligrafías inciertas escritas al pie de página, Gonzalo Diaz opone los bloques de una tipografía cuya densidad brutal reproduce dos palabras que encadenan un tipo de disolución paródica: METALE LENGUA / METALENGUAJE. La máquina verbal experimenta el encuentro fortuito con el paraguas cuyo cacho señala la amenaza de la disfunción política.

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