BERTA
Berta Concha nació en Cobquecura. De niña la enviaron, internada, a estudiar a Osorno, al colegio alemán. Allí tuvo que experimentar dos formaciones simbólicas que modelaron polémicamente su espíritu editor; por un lado, la lectura del Cid, y por otro, Sigfrido. Cuando me mencionó este mundo partido en dos, pude imaginar que me situaba entre medio, acomodándome en la lectura de un poeta que instalaba la pose del desfallecido: “Un soldado, sin casco y con la boca abierta, bañada por el berro fresco y azul su nuca, duerme, tendido, bajo las nubes, en la yerba, pálido, en su lecho, sobre el que llueve el sol”. La atracción que me hiere y subordina a la figura del descendimiento de cruz proviene de este poema. Lo aprendí de memoria, y lo tuve conmigo hasta que una lectura de los primeros años universitarios me impuso el nombre de su autor: Arthur Rimbaud. En ese entonces, Berta Concha se encontraba en México y trabajaba en la editorial Siglo XXI, que ya había publicado “Los hijos de sánchez” y “Antropología de la pobreza”. Su director, Arnaldo Orfila, la pagó caro por eso. Pero Berta se encarga de aclararme algunas cosas; como por ejemplo, que Arnaldo Orfila contrajo matrimonio con Laurette Séjourné, que había sido pareja de Victor Serge, y muy cercana a Benjamin Péret y Leonora Carrington. Al mismo tiempo, Berta estuvo cerca de la edición de “El cuerno emplumado”, que publicaba -entre muchos otros- a Ernesto Cardenal, en el mismo momento que Carlos Flores del Pino lo recitaba, en plena calle, una noche de la primavera de 1969 en un pasaje de la población Villa O´Higgins. ¡Ileana, la galaxia de Andrómedada! Berta Concha conoció, entonces, a Oscar Lewis. En Santiago, yo hacía fichas de su lectura y preparaba lo que sería mi gran indisposición metodológica, combinando la figura del soldado durmiente y sus dos orificios en el costado derecho, con la declinación del arte como un modelo reducido, ilustrado por el retrato de Ana de Austria de François Clouet, que me clavaba con el hierro candente de su mirada y escribía mi destino. Berta Concha se debatía entre la austeridad hispana y los dioses bañados en sangre, para fijar su residencia en una dislocada capital mexicana doblemente marcada, entre los efectos de la matanza de Tlatelolco y la memoria de Lucio Cabañas: del agrarismo armado al partido de los pobres. Más bien, al revés. En ese entonces, otro revés, “El corno emplumado” había dejado de ser publicado. Era una revista impresa en linotipia y sus editores habían sido modelados por el efecto técnico de una máquina que fundía los tipos de plomo y los ordenaba como si la letra fuese un (d)efecto de la fragua de Vulcano. La poesía era cercana a las artes del grabado, que no podían librarse del fantasma gutemberguiano, cuyos tipos dejaban marcado en el papel una cierta hendidura que impedía el desborde de la tinta. Exagero. No es posible abandonar la sensualidad técnica de las tipografías primarias. Me hierve la cabeza al pensar que en esa coyuntura, en Ciudad de Mexico, al mismo tiempo, se publicaba “El corno emplumado” y “Los hijos de Sánchez”. En Santiago, Nicanor Parra publicaba “Canciones rusas”, que la crítica despacha con premura, porque habla de la imposibilidad de recuperar el paraíso perdido de la infancia, “como si fuera poca toda la nieve que ha caído en Rusia”, para poder escribir poesía lírica sin ruborizarse. Esta es la frase final de la breve reseña que escribe Pedro Lastra en 1968. En 1970, el propio Parra no tarda en reconocer que estos poemas son un «paréntesis» en la evolución de la antipoesía, porque Uribe ha sostenido que con ellos se ha “achicado”, porque hasta cierto punto lo reconcilian con la lírica tradicional. Sin embargo, por vez primera en la poesía de Parra se produce la dislocación de la disposición gráfica, y eso podría provenir de su proximidad con el “El corno emplumado”. La disposición caligramática escalonada y descendente anticipa la catástrofe de la palabra. En ese sentido, Parra no hace concesiones. Solo escribe un balance: otro análisis subjetivo de la situación concreta, en la que advierte que se está quedando solo de tanto regresar a Chile. Su soledad es similar a la de Julio Escámez, que a fuerza de convertirse en un gran artista viajero, no quiso aprender a regresar.
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