FUENTES




Ya conocía el cuidadoso trabajo editorial de Natalia Majluf. Ello implica entender que la dirección de un museo es un tipo de producción editorial compleja. Asistí, por lo menos, a dos momentos que proporcionan un indicio de la perspectiva y calidad de su trabajo. El primero es la colección de platería republicana, que pertenece a la colección del Museo de Arte de Lima. Es decir, ya señalaba su interés por el análisis de los objetos secundarios en la organización de la vida doméstica de las élites ascendentes. Pero también, entre esos objetos, había algunos bastones de mando, símbolos del poder en comunidades del altiplano. A esto se asocia su atención en la pintura de Gil de Castro, en el terreno de la iconografía de hebillas, medallas, charreteras, como soportes en tamaño reducido de emblemas de la Nación en formación. Es decir, que los uniformes de los próceres debían ser entendidos como un  “sistema de señales”. Ciertamente, en relación con la variedad cromática de los sistemas de señales náuticos, como referentes ineludibles para el estudio de las banderas como portadoras de un manifiesto gráfico-político. Natalia Majluf pone en acción su sabiduría iconográfica material ya demostraba en su estudio sobre Francisco Laso y la crítica del estereotipo del indio en las ediciones europeas del los siglos XVII y XVIII. Todo esto era la vía para su estudio sobre los imaginarios nacionales del indigenismo. Términos como “indio”, “criollo” y “mestizo” poseen una larga historia colonial y no pueden estudiarse en forma aislada, porque forman parte de un complejo sistema de representación. Aquí entra el segundo momento al que he aludido: la invención del indigenismo en Sabogal, en la coyuntura de los años treinta, pero a propósito de una figura que se podría tomar como secundaria, pero que ocupa un lugar crucial en la colocación internacional de una imagen de procedencia andina, que permea la industria de la “haute couture” en el período de entre-guerras.  ¿Qué digo? Elena Izcue fue una mujer que quebró esquemas y exploró nuevas formas de expresión, tanto en su vida como en su carrera, abriendo las puertas al arte precolombino en el arte moderno. Natalia Majluf ha quebrado esquemas y explorado nuevas formas de reflexión museográfica, convirtiendo el espacio del museo en dispositivo de investigación. Un caso ejemplar fue  la exposición que concibió y produjo Natal ia Majluf en el MALI, en 1999, sobre la obra de Elena Izcue. Me atrevo a decir: mucho antes del “descubrimiento” que hacen Annie y Joseph Albers de la proyección contemporánea de los textiles andinos. No es por nada. Natalia Majluf ya estaba preocupada por las telas. Una cosa lleva a la otra: de  la tela de Izcue a la tela  de las banderas.  Esto es transitar por las superficies que se pliegan y se despliegan y que contienen una fuerte carga alegórica, ofreciendo un texto narrativo que permite “encarnar” una idea particular sobre el “nacimiento de una nación”. La polémica que reconstruye a propósito del rol de Charles Wood como “diseñador” de bandera es de primera importancia, porque obliga a permear las fronteras de la iconografía y la iconología, en provecho de un análisis político de los usos de la historiografía en el debate sobre los imaginarios de la Nación.  En una de las imágenes que proyectó en su conferencia inaugural del coloquio sobre el valor de las fuentes en el trabajo de historia realizado en la Universidad Alberto Hurtado, hay la imagen central, de un proyecto de bandera para el Perú, delimitada por una corona de laureles, en cuyo interior se reproduce la imagen de una montaña que sirve de pantalla a la emergencia iluminante de del sol. [Charles Chatworthy Wood, atribuida. Bandera de San Martín, Huaura, 20 de diciembre de 1820. Dibujo y acuarela sobre papel, 30 x 20 cm. Museo Histórico Nacional, Buenos Aires (detalle)]. Cada uno de esos elementos posee una carga simbólica y busca ejercer un efecto político específico, en una coyuntura específica. Wood forma parte de la expedición de San Martín. Interviene gráficamente en una polémica sobre un vacío político de representación. Bueno: Wood diseñó el escudo nacional chileno, con la imagen del cóndor y del huemul. Pero  nada más que poniendo atención a la cordillera  pintada y convertida en emblema, no puedo dejar de pensar en la ostentación de banderas que se puede advertir en algunas pinturas claves de Rugendas, relativas a la celebración de las fiestas patrias, que ondean en primer plano, teniendo como fondo, siempre, la cordillera como límite de lo posible ya inscrito como Hacienda y  como Estado. No deja de ser curioso que Rugendas  pinte en los años cercanos a la “puesta en rigor” de la Constitución de 1833.  Pero regresando a las fuentes, la pintura de uniformes en Gil de Castro, otra de las investigaciones que lideró Natalia Majluf,  señala la importancia de una “pintura de código” extremadamente precisa y elaborada, que denota la existencia de un cuerpo que deviene soporte y portador de señales portátiles, que lo sitúan no solo en su singularidad político-militar, sino que proporciona una información de extraordinario valor sobre los imaginarios de la formación de la república.    


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