BARRO
Regreso a “Luchas por el arte”. En los textos del catálogo se señalan algunas cuestiones que ponen en movimiento pequeñas decisiones que poseen un gran efecto programático. Más allá de las declaraciones canonizantes sobre cómo deben ser las relaciones entre arte y política en el neoliberalismo, lo real es que un museo como nuestro MNBA debe satisfacer las exigencias de un centro de arte contemporáneo, en el marco del régimen que permite la gestión de las ruinas. Esto obliga a releer la colección desde otros parámetros. No ya desde el espectáculo sustituto (versión jardín de infantes), sino desde su condición de “texto objetual e institucional”. La colección considerada como un relato. Es lo que es. No hay malas o buenas colecciones. Hay un relato confeccionado a partir de una “política” de adquisiciones, que funciona con el predicamento de “lo que hay”. Así y todo, la respuesta institucional ha sido consistente, pese a los medios escuálidos de que dispone. Entre las muestras que actualmente han sido montadas, al menos tres ponen en funcionamiento un aspecto que los textos de “Luchas por el arte” plantean: la posición de las artistas en la re/constitución de la colección. Hay un grabado de Dittborn, de los años ochenta, que se titula “Y se debe llamar a las que faltan”. Esta solicitud ha sido respondida con creces. (¿Eso molesta tanto?). La recuperación de obras como la de Valentina Cruz y Cecilia Vicuña, en la coyuntura de 1971-1972 resulta particularmente esclarecedora, al punto de recomponer radicalmente la defección de la escultura chilena. Lo que no se ha dicho es por qué fueron marginadas de la historia oficial del arte de avanzada. Habría que hablar de eso: de la defección. A riesgo de encubrir el análisis de la coyuntura con la sobre dimensión de la obra de Langlois y la recomposición de la obra de Victor Hugo Núñez como expresiones de la “política cultural de la UP”. ¿No será mucho? Lo que no se menciona, sin embargo, es por qué esas obras no fueron, digamos, reivindicadas en el momento de su aparición. ¿No había, acaso, una resistencia a incorporarlas en la “oficialidad” del arte de ese entonces? ¿Y quien definía dicha oficialidad? ¿Rojas Mix? ¿Balmes? Habrán tenido que pasar todos estos años para reponer, quizás, como está anunciado, lo que Camnitzer y Liliana Porter expusieron en 1969, y que en el momento no tuvo efecto alguno en la escena, porque ésta ya había establecido su propio sistema de exclusión. Habrá que recordar, entonces, la masacre de pobladores de Puerto Montt y el discurso de Salvador Allende en el Senado, de regreso de su visita de inspección de los hechos. Dos años más tarde tendrá que enfrentar, siendo presidente, el “efecto VOP”. Recomiendo la lectura de la novela de Germán Marín, “Carne de perro”. En fin. Hay otro aspecto en “Luchas por el arte” que delata la “programaticidad octubrizante” de las propuestas: la inclusión del discurso plebeyo, promovido por un tipo de producción de conocimiento que desautoriza, en las prácticas, las actuales operaciones de reposición historiográfica del “romerismo”. Frente a las nuevas producciones del museo, nuestra historiografía clásica queda en severa desventaja. Más allá de los discursos de cómo debe ser expuesta la demolición del neoliberalismo, es preciso saludar el trabajo curatorial ordinario, que ha hecho avanzar con sus exposiciones de los últimos diez años, cien años de escritura. Más allá de considerar la ingenuidad de pensar el museo como “unidad de combate” en el seno de un gran movimiento emancipador, ¡con presupuesto estatal!, al menos es posible verificar que la miseria historiográfica ha sido superada por la imaginación curatorial contemporánea, que se remite, finalmente, a la consideración de las obras, cuya materialidad radical supera toda inflación ideológica. Bastaba con responder a la frase del grabado de Dittborn: traer a todas las que faltan. Previo a eso, había que tipificar la dimensión de la falta. La gran apuesta de “Luchas por el arte” ha sido exhibir el estado de descomposición del discurso sub/versivo (que corría por debajo) que se alojaba en la propia obra de Alberto Mackenna, “Luchas por el arte”. La falta supuesta de las curadoras ha sido exhibir la literalidad de “las copias de yeso”, en un momento que, en la exposición de Eugenia Vargas que se acaba de levantar, se exhibe una obra que regresa al barro, en una actitud que podríamos denominar “mesopotámica”, porque repone las condiciones de pensar el modelo, el modelaje y la modulación analítica de un arte de réplicas, que las obras de las que faltan ponen en crísis, haciendo estallar la colección. De ese modo, la tensión que se plantea entre la caida de Ícaro y el encubrimiento del cuerpo con la pintura de barro (Eugenia Vargas), marcan la necesidad de montar una exposición que se haga cargo de las “luchas por el arte¨ durante el período siguiente al que ha sido considerado por “Luchas por el arte”. Más aún, si se atiende a la fecha de inclusión de la escultura de Rebeca Matte a la colección del museo, como anticipación de una caída que no hace más que prolongar un sentimiento de pérdida irreparable. No sé si me explico.
Comentarios
Publicar un comentario