VECINDAD
Sergio Valenzuela Escobedo, artista chileno residente en Francia, me hace un comentario certero sobre la columna RANCHO. No puede dejar de asociar la pose del sujeto retratado por Carlos Isamitt con el modelo de pose que instala la “fotografía patrimonial”. Lo sorprendente es que la mancha pictórica logró establecer un dominio de lo que esta pequeña pintura -sin su marco- “da a pensar”. Existe un marco institucional que sobredetermina las maneras de estar que tienen las pinturas, de un modo que es calificado de obsceno. No se sabe si el malestar entre algunos críticos convencionales proviene de la ausencia de marco o de la extrema proximidad entre las obras. Ambas cosas. Pero esta proxémica pictórica obliga a realizar un esfuerzo le lectura, que debe emplear herramientas de análisis que no son habituales. Una imagen esconde otra imagen que nos puede arrollar. La advertencia proviene de un aviso de los ferrocarriles franceses: “cuidado, un tren puede esconder otro tren, y arrollarlo a uno en el cruce de la vía”. Esta prevención debe ser activada para abordar los enunciados propuestos por las junturas extremas de pinturas en “Luchas por el arte”. Hay proximidades de obras en que éstas se interpelan de un modo explosivo, que no debiera asustar. Todo es cuestión de entrenamiento analítico. El problema es que las miradas existentes no admiten ser re/entrenadas, porque de ese modo se disuelven unas inciertas certezas. La pintura de Carlos Isamitt está sobredeterminada por la “fotografía patrimonial” que en 1930 no tenía este nombre. Se entiende que esta operación produzca una enorme inquietud, porque la rancha pasa a sustituir gravemente un espacio ceremonial, desmontado por la deslocalización imaginal de una cultura. Quizás se debiera admitir, al menos, la hipótesis por la cual una obra se valida (también) por su “fuera-de-obra” que contribuye en su habilitación, y por la aceleración que produce en su “más-que-pensar”. Esta fotografía es un síntoma reversivo del proceso de migración de una imagen puesta en un falso abismo. La fotografía en cuestión existe como terraplén de contención para una pintura que condensa en un mismo espacio épocas relativamente alejadas entre sí. La pintura pasa a re/trazar la forma de sobrevivencia de una imagen que se condena, por la exclusión de las esculturas mapuches y su reemplazo por los materiales frágiles de una rancha, que da origen a las “callampas” que comienzan a configurar la periferia de la metrópoli a partir de los años en que fue realizada. Por eso, puede resultar en extremo productivo el estudio de esta zona de manejo propuesta por la vecindad forzada de las pinturas. Las formas de montaje ya conocidas de las obras del museo han configurado una topografía que ha perfilado el acceso a la colección, cuyo criterio jamás ha sido ni conceptual ni política “justificado”, a pesar de los esfuerzos de anteriores administraciones. El museo acoge en su colección el indicio sintomático de su función republicana; es decir, devela su condición de “reservación cultural” en la que se incorpora a unos sujetos cuya imagen es “reducida” para satisfacer las funciones de un extraño y complejo blanqueo simbólico. La propuesta de “Luchas por el arte” no tendría de qué sorprender a la comunidad de la crítica, porque ha trabajado de acuerdo con “normas” de interpelación de las formas y exhibición de una colección, siguiendo sugerencias de “buena vecindad” ya sancionadas en las museografías contemporáneas, a partir de fuentes ya conocidas. Esto se ha vuelto común desde los estudios sobre el modo cómo Warburg trabajaba su biblioteca, y la popularización de la exhibición de archivos, favoreciendo el intercambio especializado de impresos y material iconográfico de extrema utilidad para quien desee estudiar los problemas constructivos de la historia cultural y del papel de la topografía pictórica en la invención de la “ideología del Centenario”. En este sentido, “Luchas por el arte” desmantela de manera radical la dependencia simbólica que un tipo de crítica y de academia de historia del arte mantiene respecto del peso del “inconsciente romeriano” que opera como discurso percolado, favoreciendo campañas de gran sordidez epistemológica.
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