MUSEION



Una de las líneas que ha definido el curso  de mi trabajo analítico ha sido la exploración del “deseo de casa” del arte chileno. El MNBA suponía representar la casa. Émile Jecquier no leyó “El loco Estero”, de Blest Gana. El museo: gran casa. Pero su origen está marcado por un equívoco. El museo fue construido para celebrar el centenario de la Independencia; no de la república (de todos). Hay algunos que son más iguales que otros. Lo que tenemos es la celebración de la movilidad de la clase que sale a pasear y puede hacer manejo del ocio distintivo. Para eso necesita un parque. Ya está. Pero el parque reclama una laguna para simular navegaciones de juguete, destinadas a los niños y a las parejas de enamorados. En un bote se puede sostener conversaciones lejos de la vigilancia familiar. Luego se requiere de un espacio para el descanso y la recuperación del alma. Ahí aparece la gran cúpula de un invernadero disponible para acoger plantas de dos tipos; por un lado, un jardín exótico (“hortus oclusus”); por otro lado, los emblemas de una identidad en formación, que necesita un espacio para acoger su fragilidad anímica y recomponerla mediante la contemplación de la belleza (“locus amoenus”). En su partido arquitectónico, el museo prolonga el parque hacia el interior,  reduciéndo bajo techo una porción del exterior. El magnífico balcón perimetral distribuye en altura el dominio de la mirada  vigilante sobre un público de conocidos que se ha detenido para ser visto. Las salas de exhibición transforman el jardín de plantas y flores en sucedáneos: pinturas de plantas y flores como decorado para el despliegue corporal de cuerpos greco-romanos con traje; algunos, des/vestidos. En síntesis, las salas de exhibición se organizan como extensión interior de la plaza pública techada, en un escenario arquitectónico que reproduce una copia de arquitectura metálica y vidrio que evoca al Petit-Palais y lo combina con el espíritu de un “cristal palace”. Es el eco local de la arquitectura de feria internacional, con la cual, la élite concluye “en beauté” la remodelación urbana de Vicuña Mackenna, el “haussman chileno”. En este sentido, el museo ya es  copia de un gesto monumental de reminiscencia francesa. No deja de ser curioso: en ese momento, el funcionariato clasemediano contrata a un monarquista español para venir a enseñar a las nuevas generaciones de pintores plebeyos. La élite se hace levantar un monumento con el dinero de todos los chilenos (de entonces) y lo pierde de inmediato, en un momento muy complicado que afecta su unidad de clase, ya averiada por la guerra civil. De modo que el museo es el último evento que expresa la vanidad política de una élite que pierde el poder cultural.  Si se trata de monumentos urbanos de clases ascendentes, tendremos luego nuestro racionalismo de tercer-mundo: Villa Portales, San Borja, Villa Frei, Bloques 1010-1020. Pero ya es otra clase, que después de 1910 se toma el Estado; es decir, el museo, y lo des/naturaliza al eliminar la laguna frente a su fachada y el jardín de interior. Ya no le pertenece a la élite que (se) lo hizo construir, sino a las nuevas capas de funcionarios clasemedianos que adquieren las colecciones que deben rendir tributo a su propio ascenso. La colección adquirida a Álvarez Urquieta representa  la pérdida de la oligarquía: coincide con la dictadura de Ibáñez (proximidad epocal). Tiempo después, el museo será dirigido por el pintor que mejor representa la medianía en su máxima expresión: Luis Vargas Rozas. Es  el período en que el Estado abandona al museo. Hasta que vino la operación de re/toma, a manos de una “nueva oligarquía”, en la fase terminal del gobierno de Frei Montalva (que es la más represiva: masacre de Puerto Montt). Resulta sorprendente que después de promulgar la ley de reforma agraria y haber protegido la toma de la Universidad Católica, Frei Montalva se apropia de este despojo simbólico y lo convierte en centro cultural. Lo puede hacer porque el museo ya está des/patronalizado. ¡Horror! El grabado popular, las tejedoras de Isla Negra, las hojas secas del parque, los conciertos en el hall con un público que se sube a las esculturas de mármol quebrándole los dedos a algunas de ellas, la dispersión de copias de yeso, la construcción de la sala Matta; todo eso denota la existencia de un museo completamente des/patronalizado, ya en 1973. Y eso es imperdonable. Lo que viene después es un intento fallido de re/patronalización, hasta que se instala el Estado Concertacionista y convierte al museo en un centro de arte contemporáneo, porque no está dispuesto a invertir en patrimonio. Sin embargo, existe una tendencia de re/patrimonialización no-oligarca que, en el borde de una institucionalidad precaria, introduce la dis/función. Un nuevo funcionariato toma las banderas de un patrimonialismo abierto a las museografías críticas y recompone lo que Vargas Rozas en su momento no estuvo en posición de hacer: reivindicar la pintura clase-mediana. Pero le agrega dos cosas, que están en el mandato cultural de UNESCO: inclusividad y género. Eso es. Lo primero que hace dicho funcionariato es disolver la idea de que el museo es el lugar memorial de la oligarquía vieja y recompone el guión de exhibición de la colección, haciendo visible aquello que no había estado visible. El dicho jocoso de un agente cultural arguyendo que “Luchas por el arte” ha des/patronalizado la colección del museo, hizo arder las viejas heridas de una facción católico-integrista que, de manera legitima siente que su patrimonio ha sido masacrado. Pero eso es como escribir la historia del arte a partir de la herida simbólica cuyo dolor no ha sido reparado, todavía. 


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