IMAGINARIO
La primera edición de “El museo imaginario” de André Malraux se terminó de imprimir el 31 de octubre de 1947. La segunda, que forma la primera parte de “Las voces del silencio”, el 20 de noviembre de 1951. Hay una edición de bolsillo, corregida y completada en 1963, que se terminó de imprimir el primero de septiembre de 1965. Es aquí donde se repite la famosa segunda frase: el rol de los museos en nuestra relación con las obras de arte es tan grande, que nos cuesta pensar que éstas existan de otra manera. Los museos impusieron al espectador una relación nueva con la obra de arte. Incluyendo, a veces, la "relación cultual", que se situa en un “más acá” del arte, fortaleciendo las ideas de dominio de una (cierta) “élite” sobre la cultura. Hasta que dicho dominio pasa a ser, tan solo, una idea. Sin embargo, el museo separa la obra del mundo llamado “profano” y la acerca a obras opuestas o rivales. Es una frase de Malraux. Pienso en el anacronismo retardatario de la escritura de Antonio R. Romera, que en 1951 publica la primera de sus versiones de la historia de la pintura chilena, con esa portada diseñada por Camilo Mori. Sin embargo, con razón, su historia primaria del arte no re/traza la historia del museo. Quizás, la “verdadera” historia del arte chileno no sea más que la historia interminada e interminable del museo, desde que se constituyó como tal y determinó el canon precario que rige hasta hoy, con sus quiebres y recomposiciones discursivas. No hay que escribir en contra del museo. Eso es como patear a una persona indefensa. Eso no se hace. El museo pervive en un cierto estado de indefensión estructural. Porque con los medios de que dispone, logra producir una ejemplar tasa mínima de institucionalidad, que lo hace cumplir de manera más que razonable con su misión. El trabajo de reflexión sobre la colección no comenzó ayer. Y se ha visto consolidado por las adquisiciones, con los recursos escuálidos de que dispone, para completar algunos lapsus significativos. Las des/marcación de obras en una exhibición no pone en tela de juicio el re/marcamiento de otras, por la vía de las adquisiciones señaladas. A lo que se agrega la producción de exposiciones (propias) que ponen en valor obras que no habían sido exhibidas, demostrando que no existe una “colección permanente”, que se habría des/naturalizado (denigrado), porque nunca la hubo, establecida de manera rígida, sino que siempre estuvo en movimiento, dando curso a visibilidades subordinadas, dinamizando el fondo de obras. Desde hace treinta años que el museo trabaja sobre su propia colección, generando líneas de diálogo y de fricción entre las obras. Recuerdo una exposición, pulcra y rigurosa, en torno a las relaciones entre pintura y lectura. Otra, que ponía el acento en la clave masculina que dominaba la representación de la corporalidad, en la colección. Solo me refiero al manejo de la colección: en la que emerge, ejemplar, la donación de Vicente Huidobro. En algunos casos, los diálogos entre las obras han sido “ecuménicos”, y en otros casos, hostiles, instalando un rango de conflictividad que responde a la naturaleza de la crítica institucional puesta en forma. En este proceso, públicos minoritarios han formulado con una violencia sorprendente, objeciones que, en justicia, no cumplen con las mínimas exigencias de una crítica teórica. La sordidez epistemológica de estas minorías se ha hecho manifiesta. Un museo, por el contrario, trabaja sobre la propia impostura simbólica que lo habilita de modo estructural. Siempre, por definición, el museo ha sido un “museo clasista”, porque ha sido construido por la “clase que domina”. ¿De qué otra manera podría haber sido? En forma análoga, un museo europeo podría ser calificado de “museo colonial”, si se atiende a la historia de sus adquisiciones por la vía del botín de guerra. Esa es toda una discusión que nos puede arrojar interesantes conclusiones. Ocurre algo similar con la realización de una política de género, en cuanto a visibilidad y adquisiciones, si de colonialidad se trata. ¡Que trabajo, establecer rupturas y continuidades, desde Laura Rodig y Sara Malvar, hasta Cecilia Vicuña y Eugenia Vargas, pasando por una lista enorme de artistas que siempre han sido simbólicamente des/marcadas! No estaría mal que el museo publicara la lista de artistas mujeres expuestas durante la última década. ¿Cuál es el problema? El museo produce exposiciones que reflexionan sobre su propia complejidad estructural, como “museo de bellas artes”, haciendo avanzar la interpretación y la crítica histórica, de un modo más rápido y conceptualmente más denso que la producción de la historiografía convencional en curso. André Malraux, con su noción ya datada de “museo imaginario”, nos pone en la vía de muchos (otros) cuestionamientos; a saber, acerca de la triple función que realiza este museo, que ensancha los límites de su gestión, articulando prácticas de museo de bellas artes, con prácticas de centro de arte contemporáneo y prácticas de museo etnográfico, sin que el Estado le proporcione los recursos adecuados.
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