FISURAS
Análisis interminable: una exposición se lee desde su disposición efectiva. Al menos, es la exigencia que hace “Luchas por el arte”. Dime como dispones y te diré quien eres. Hay que darse el trabajo. En una sala del museo habrá tres enunciados pictográficos. El primero comienza con un cuadro quiteño, de autoria sin identificar, cuyo título es evocativo: “Inocencia”. El último de la serie es “Cena gallega”, de Álvarez de Sotomayor. Entre ambos polos, veinte pinturas, de entre fines del siglo XVII y comienzos del siglo XX. El primero de la serie lleve por título “Inocencia”. Es una señal que determina la lectura del último, que marca el momento de arribo del artista contratado para combatir la dependencia francesa. Entonces, recuperación del hispanismo después de un siglo de desplazamiento; regreso a la anterioridad, como si el período colonial fuese la “instancia de la inocencia” del arte chileno. Hay que hacer notar que este cuadro es el único que posee su marco “de origen”. ¿Habrá que denotar el peso del marco que había que “sacarse de encima” para obtener la independencia en el campo de la representación? Colabora en esta hipótesis, la colocación del cuadro de Mulato Gil. Esto instalaría el fin de la inocencia. La excusa miniaturista que introduce la dinámica de la pintura al interior de la pintura, es una puesta en escena del corte con la filiación hispana. Esto resume y condensa el carácter de “Luchas por el arte”, como una expansión analítica del “mono con navaja” que se refleja en el espejo. Esto autoriza la incorporación en la escena de la representación, de la figura de aquel que representa la posición del “medio pelo”, que perturba la continuidad de la filiación, pintando el acontecimiento de la Independencia en el seno de un cuadro destinado a saludar la dependencia del Padre (el Monarca). En medio de un espacio político de Reconquista, Mulato Gil se las arregla para manifestar el advenimiento del mundo que (se les) viene. Y lo que se viene será una lucha de transferencias, a todo lo largo del siglo: transferencia romántica, transferencia neoclásica y transferencia gallega, para reponer la “inocencia” del bajo pueblo deprimido, que se manifestará en lo que Romera denominará en 1940, “Generación del 13”, escuchando a otros. Esta secuencia, entre Mulato Gil y Álvarez de Sotomayor, está ordenada para señalar la presencia progresiva de Rugendas, Monvoisin, Mandiola, Filleul, Torres, Blanco, Smith, Lira, González y Ortega. Este orden no es arbitrario. Está destinado a exponer los términos de la autoconciencia pictórica de la primera élite que requiere afirmar su identidad como clase ascendente en la nueva estructura del poder. Entre el retrato de Paula Aldunate a la escena gallega han pasado setenta años. El “medio pelo” anunciado por Mulato Gil en 1816, llegó a dominar la escena pictórica, al menos. En este bloque de identidades, se distribuye a Smith y González, para figurar un paisaje donde no puede haber traza de “labor” alguna, sino solo extensión de propiedades y límites “naturales”. Entre las alegorías y el diferimiento, se despliega un paisaje cultural decepcionante. Hay que poner atención en las pinturas de Pedro Lira. Por un lado, una carta siempre llega a destino, y trae noticias perturbadoras, que se concretan en la rotonda contigua, donde “Sísifo” empuja la roca, teniendo de fondo una ciudad en llamas, detrás de unas murallas que no pueden sublimar el efecto de una guerra civil. El cuadro ha sido pintado en 1893. Pero “La carta” es anterior a la guerra. En este contexto, en medio de este bloque, es para poner en duda la atribución de un propósito amoroso. El papel que esconde la mujer deja de ser significativo. Lo que importa, ahora, es la leve apertura de la puerta, que señala la existencia de un espacio social fisurable, domesticado mediante su conversión en escena teatral. Lo que inquieta doblemente en esta sala, está en el bloque de enfrente, donde se percibe la representación de una encarnación tumefacta que cancela la inocencia gallega ya mencionada. El cuerpo del boxeador, por su extrema contigüidad, desmantela la sublimación alegórica de Valenzuela Puelma. Pero además, deslocaliza el argumento que expresa Juan Francisco González, cuando declara en “El araucano” del 6 de febrero de 1896 que Pedro Lira ya ha fracasado en el intento de superar el clasicismo alegórico, al no poder despegarse del jornalero que le sirvió de modelo. Camilo Mori, casi treinta años después, toma el argumento de González y convierte un “hombre de nuestro pueblo” en un clásico de la nueva representación de la corporalidad. De este modo, Mori le da el pase al bloque pictográfico siguiente, donde dominan “los hombres y mujeres de nuestro pueblo”, en las obras de los artistas de “artes aplicadas”. La sala del museo favorece la distinción. La puerta de acceso al banco perimetral divide el muro en dos. A la izquierda, la secuencia que domina es Mori/Valenzuela Puelma/Veloz. Es decir, 1923, 1884, 1897. El argumento de la disposición marca una ruptura. Mori podría haber estado en el paño de muro siguiente. En esta zona está encapsulado un momento ilustrativo que reúne todos los elementos de anticipación de la obra de Alberto Mackenna, “Luchas por el arte”, ya que se expone a través del taller de Wenceslao Veloz, la maqueta de su “Museo de copias”. En este sentido, adquiere valor la instalación de un taller de restauración de algunos ejemplares de yeso, en medio de la exposición. Toda esta disposición ha dejado encajonada a la academia, en una secuencia formada por los dos bloques que exponen la rudeza sublimada de unas luchas simbólicas que el discurso historiográfico “patronalizado” ha contribuido a reducir a lo largo del siglo.
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