ENVOLTURA





Las luchas de clases en el arte se verifican, sobre todo, en la representación de los cuerpos.  No es un argumento. En mayo del 68, en París, alguien escribió en un muro de la Sorbona, un proverbio chino: “cuando el dedo indica la luna, el imbécil mira el dedo”. Es un enunciado que en su ambigüedad, puede servir para sostener la primacía del marco sobre la pintura. Cuando la mirada se detiene en la pintura, el imbécil se detiene en el valor cultual del marco, que es una de esas palabras que posee una fuerte vocación metafórica, susceptible de estallar en todas direcciones. Marco remite a “marco de vida”, “marco de pintura”, “marco de montaje”, “marco narrativo”, “ley marco” y “fuera-de-marco”, entre otras acepciones. Lo cierto es que se le puede tomar en un sentido ambiental, topológico, geométrico, arquitectónico, jerárquico, estético, etc. Pero en nuestro medio, por su etimología, la palabra presupone una ortogonalidad y una bidimensionalidad espacial y mental que predeterminan nuestra manera de ver y que puede acarrear severas metidas de pata. En un estudio dedicado al marco y a la organización del espacio figurativo en el Egipto antiguo, en que abordó los términos de cuadro, umbral y límite, Valérie Angelot hizo una observación que nos puede ser de extrema utilidad: es el gusto burgués por las pinturas enmarcadas lo que condujo a los primeros viajeros occidentales en Egipto a recortar de maneja salvaje fragmentos de paredes de tumbas y de templos con el objeto de convertirlos en “obras de arte” y ponerlas en el muro. Ahora, de manera más inocente y no menos tendenciosa, la reproducción cuadrangular de los frescos prehistóricos en los libros de arte tuvo por efecto “rectificarlos” y convertir en tabiques las paredes oscuras y meandrosas de las cavernas. Existe un “fetichismo del marco”, que es relativamente reciente. Y claro: el fetichismo procede del olvido o de la borradura de una genealogía. Habrá que pensar si el retiro del marco a una pintura, borra de manera eficaz las trazas de su filiación. Porque de un modo afirmativo, el marco inscribe a la pintura a una tradición, en la que de modo suplementario no hace más que confirmar su pertenencia al museo. Retirar el marco sería vivido como una amenaza a la pertenencia. En ese sentido, solo un personaje conocedor fino de la herida fundamental, simbólicamente no colmada, que porta (para siempre)  la oligarquía terrateniente, puede sugerir la asociación conceptual y política entre  la des/marcación y la reforma agraria. De ahí, la hipótesis de las des/patronalización de la pintura.  El museo sería cómplice de la puesta en crisis de la completud jurídica y patrimonial del “derecho de autor”. Sin embargo, se puede sostener que la des/marcación favorece la articulación de nuevas interpretaciones, en las que una pintura puede ser relevada como “cabeza de serie” de una filiación; lo que estaría lejos de arruinar derecho alguno. El fetichismo del marco podría, más bien, acelerar su ruina. Lo que abruma a los historiadores y herederos es la idea por la que el marco está disponible para delimitar un dentro y un afuera de la institución. Sin embargo, el estar dentro, en el caso de estas pinturas, no las pone fuera del museo, porque nadie pone en duda el valor ideológico que  éste posee  para poner en valor las piezas de su colección. De modo que la pertenencia no está definida por una estructura de suplementaria destinada, más bien, a proteger la pintura, más que a complementarla. Tanto es así, que gran parte de la pintura contemporánea desestimó el marco. Pese a que Ortega y Gasset argumentó en favor de su complementariedad, digamos, ontológica. Pero estaba hablando de un arte pre-moderno. En algunos casos, se aceptó agregar una tablilla de protección para facilitar la manipulación en caso de traslado y de almacenamiento. Por cierto, en el debate museográfico contemporáneo, se ha empleado un término aparentemente (más) erudito, y que tiene un sentido más general: el “parergon”, que quiere decir, literalmente, “fuera de obra”. Esta palabra era empleada por los griegos para designar de manera despectiva los accesorios, tales como el marco, zócalo, balaustrada, pórtico, etc; en fin,  que funcionaban como dispositivo de puesta en valor de la obra. Como ya he señalado, la sola pertenencia a la colección le proporciona a la obra el marco de referencia que la sostiene como tal. Pero se entiende que este sea el campo de un lucha por el dominio de los imaginarios del arte, de acuerdo a lo que avance de la práctica curatorial contemporánea ha planteado, en su preocupación analítica de los “fenómenos de borde”. Pero esto, más bien, sería un elemento del dolor psíquico -¿daño moral?- que produce la angustia en torno a la fragilización  de la densidad y consistencia de las envolturas protectoras. El museo es una envoltura protectora y puede sostener la des/marcación como una operación experimental de exhibición, que no afecta las obras que protege.  Más bien, las pone en valor bajo nuevas condiciones de exhibición, como contribución al debate contemporáneo sobre el modo cómo se constituyen los campos artísticos. A riesgo de extenderme, debo hacer referencia a una obra muy conocida de Didier Anzieu, “Yo-Piel”, que trabaja sobre estas nociones. No invento nada. Solo existe un límite poroso y osmótico  entre lo que está dentro del marco y lo que está fuera del marco, que determina sus relaciones y que se modifica por retroacción, y que hace que la des/marcación habilita un procedimiento temporal de  apertura y de cierre (que no pone en duda su permanencia al marco museal), como una alternativa en la que el adentro y el afuera toleren la autonomía del marco, porque definen su función como una envoltura ideológica. 


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