HOLBEIN

 




En 1992, en la exposición que realizó en Galería Arte Actual, Eugenio Téllez exhibió una pintura de 1987 (167x212cms). Esta obra es significativa por dos cosas: por un lado, realiza una cita de un elemento inquietante en la historia de la pintura; y por otra parte, convierte a la pintura en un modelo de análisis de la situación concreta. Estas dos cosas, para Téllez, son el síntoma de una catástrofe. El cráneo anamórfico de “Los embajadores” (Holbein) recortado en el cuadro al punto de convertirse en una masa informe que hace mancha, impone la presencia de una mirada desplazada. La imagen inquietante está ahí puesta para producir un abismo en la imagen, arruinando el cuadro para producir la inversión de ese saber humano representado por los instrumentos dispuestos en las tablas del estante. Esta es una pintura que Téllez realiza en torno a los años noventa, en Toronto, y la expone en Santiago, en 1992. Ya había expuesto en 1986 en “La casa larga”, pinturas de otro carácter, para responder a las exigencias políticas de la coyuntura de 1986. El triunfo de la revolución sandinista en 1979 perturba a la Inteligencia estadounidense, que comienza a urdir la estrategia de los Contras; una prueba más del flagelo de la intervención. En pintura, Téllez escenifica el efecto de una amenaza que ya demostró su eficacia, contribuyendo significativamente al derrocamiento de Salvador Allende.  Téllez, en 1986, pinta la inevitabilidad de la esperanza insurreccional para impedir la reversión en la historia. A su juicio, las negociaciones que darán curso a la formación de la Concertación significan claudicar. En ese contexto realiza la exposición en “La casa larga”. La paradoja es que  reclama un tipo de insurrección sandinista, en el sitio que la oposición democrática ha declarado como el espacio de la “recomposición” de la cultura. En la absurda creencia que es a partir de ahí que los artistas se van organizar para ponerse a la zaga del político, desconociendo las prácticas insubordinadas desde 1976 en adelante, “La casa larga” se abre para ordenar el panorama y anticipar lo que se debía esperar de la Transición Interminable.  Es decir, Téllez realizó dicha exposición, antes de la “campaña del No”.  Sin embargo, realiza esta otra pintura, que titula “Holbein”, durante los primeros años del aylwinismo, para desvalorizar aquella consideración que subordina la democracia a “la medida de lo posible”.  Nunca, en Chile, una pintura había sido expresión de una decepción política de esta envergadura. La hipótesis de la insurrección espartaquista sostenida por Eugenio Téllez ha sido severamente desestimada.  La anamórfosis del cuadro de Holbein está referida a la vanidad de las cosas de este mundo; en particular, pone en duda la estabilidad del saber que se sustenta en el estante, sobre el que apoyan sus codos, los embajadores. En esta pintura, Téllez ha expulsado a los personajes y sus emblemas de conocimiento, porque la nueva situación abierta, en 1992, desmonta la factibilidad de un cierto curso de la historia e introduce el pacto de olvido en el terreno de las imágenes. El espacio del cuadro en el que han sido expulsados los emblemas ya referidos es objeto de una operación   de blanqueo, que expande la degradación del “programa del futuro”. El corte vertical de la cabeza, en el centro superior de la pintura, junto a un ojo de procedencia grecolatina que carece de eficacia vigilante, funciona como cita vinciana de una anatomía que se exhibe como disposición forense de un cerebro en formalina.  En 1992, la negociación (diplomacia interna), para Téllez, es tan solo el efecto de tolerancia del imperialismo-ya-conocido. Por eso, en el espacio intermedio de la zona derecha, hay tres figuras que leídas en secuencia proporcionan una fuerza activa para fomentar el montaje de nuevas imágenes que dan a ver el indicio de un derrumbe. El cuadrante que reproduce el mapa de América,  junto a la  estatuilla dogón y la imagen de una rata clavada sobre una tablilla mostrando el vientre, forman una frase que confirma la subordinación de la política local a la política imperial, que describe la ausencia de restitución de una memoria del despojo y que disminuye la prestancia de la res de Soutine al nivel de una imagen arratonada de la historia.


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