MANOS



En las exhibiciones santiaguinas del momento, Leppe y Dávila se interpelan. No dejan de hacerlo desde 1979. Exponen los argumentos de un largo debate, relativamente explícito. Pero descubro que hay otro debate, implícito, entre Nury González (Il Posto) y Daniela Rivera (Galería Concreta, Matucana100). Ambas expusieron en 1999, en “El lugar sin límites”. No deja de ser. Cada una ha elaborado una consistente carrera, desde entonces; una, en Santiago, la otra, en Boston. Esta tarde, Daniela Rivera cierra su exposición realizando una performance frente a unas pinturas en las que, parcialmente, reproducen la posición de unas manos durante un relato. Se trata, en su origen, de entrevistas, realizadas a personas que nacieron y residieron en una ciudad que ya no existe: Chuquicamata. Mientras hacían el relato de reconstitución de su lugar de origen, Daniela Rivera percibió que movían sus manos para completar el relato. Nury González interviene directamente el título de su obra, marcando a mano el patrón de escritura en punto cruz. De una mano a otra mano: en Galería Patricia Ready exhibe Paula Anguita, quien, en el 2010, expuso “Artisticity Index”. Era una serie de 100 huellas de manos, procedentes de reproducciones de obras pintadas por artistas significativos de la historia de la pintura occidental. Cada fragmento impreso fue insertado en botellas de vidrio llenas de agua, formando una secuencia de muestras indexadas. Pero quizás, el trabajo más cercano a lo que describo fue “Alfabeto dactilológico para sordomudos”, realizado en el 2011. Aproximadamente en esa fecha, se traslada a Berlín, donde actualmente reside y trabaja. En una larga conversación que hemos sostenido, nos remitimos a la existencia de los gestos indicativos que fijan una posición corporal en el espacio. Recordé, entonces, una escena de la que fui testigo en el 2011, en Valparaíso. Un grupo de detenidos políticos que habían estado presos en la cárcel de esa ciudad, en 1973, ante la desaparición de las celdas en la remodelación arquitectónica que dio lugar al actual Parque Cultural, reconstruían el espacio demolido mediante una extraordinaria coreografía, que combinaba los relatos orales de la configuración del encierro, junto a los gestos complementarios que recomponían imaginariamente sus dimensiones. Nos hacemos sordomudos para comprender lo que ya está inscrito en nuestros cuerpos. Dávila, en Matucana, pinta la mano cortada de Galvarino, que pone en evidencia la amenaza del fantasma de corte, en la ejecución efectiva de la pintura-hecha-a-mano.  La imagen impresa de la mano cortada de un obrero chino, en una obra de Dittborn de mediados de los ochenta, anticipa el valor de la cirugía restitutiva y conjura el fantasma de la mutilación, poniendo en evidencia la huella de la sutura. Lo cierto es que, en la escena plástica chilena, la fobia a la manualidad se hizo activa y se convirtió en un sinónimo que apelaba a la eficacia de la frase duchampiana “estúpido, como un pintor”. Todo indica que, al cabo de treinta años, la estupidez formal se ha revertido y la objetualidad disponible ha configurado un academismo que obstruye la escena. La reintroducción de la manualidad parece recuperar la manifestación de un principio pulsional que jamás debió haber sido desconsiderado. ¿Significa, acaso, una recuperación de la pintura en la escena local? Eso no es evidente.  ¿Qué es lo hace (la) falta? La calculada dejación con que Dávila depone su hábito pictórico parece plantear una tarea monumental, que hace pensar en la propia incredulidad del medio para re/colocar la exigencia de representación de la carne. Caravaggio pinta el gesto de Jesús que toma la mano de Tomás para dirigir el dedo con que éste debe tocar la herida. En 1967, Gracia Barrios, en “Homenaje a Julián Grimau”, autoriza en ausencia la mano que señala una función de borde para dimensionar lo incolmable  de un gesto que retoma Dávila,  en la mano cortada de Galvarino. 


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