FUERA





Fuera del museo: dentro del museo. Hay quienes piensan que estar fuera del museo es como estar fuera del arte. No caen en cuenta que estar fuera del museo está condicionado por el dentro. Todo lo que se hace fuera, es más, está garantizado por el dentro, que opera como habilitador simbólico. Por eso, la “piedra” de Matthey, si bien está en la vereda, está formalmente dentro. Del mismo modo, la instalación de Máximo Corvalán-Pincheira, dentro del museo, introduce el fuera como parte de su estar-dentro. En este sentido, el museo es un límite operativo que define el espacio de arte. Todo el “arte de lo común” está legitimado por el malestar incorporativo que distribuye obras performativas que están obligadas a incluir a las comunidades, como soporte de un trabajo que a éstas no les reporta más que la ostentación de su fragilidad, con la cual pueden acumular un capital a ser invertido en situaciones de crisis con la autoridad. En el fondo, se trata de convertir dicho acumulado en factor de extorsión blanda, frente a la cual, la autoridad municipal y/o ministerial deben sucumbir a la primera. Pero Matthey y Corvalán-Pincheira trabajan en distintos registros. Siendo, este último, suficientemente astuto como para sostener una inflación metafórica, ajustándose rigurosamente a lo que le permite la literalidad de su montaje. Sobre todo, cuando afirma que ha logrado desviar el río Mapocho, para hacerlo pasar por el museo. Debemos entender, entonces, que el propio museo realiza la función de un “pie de cabra”, perturbando las condiciones de escurrimiento de las aguas. Matthey, en cambio, no asume que su-estar-fuera es una simulación que encubre rasgos escenográficos de una gran violencia simbólica, actuando con una impunidad que solo es posible gracias a una falta de vigilancia formal de parte del museo.  A menos que el propio museo, ante la imposibilidad de impedir semejante prueba de fuerza, avalada por el Fondart, haya recurrido a la táctica del “error por exceso”, que consiste en dejar hacer, para favorecer la equivocación del otro, siguiendo el principio de “¿por qué le voy a impedir a mi “adversario”, cometer un error?”. Porque a juzgar por la visibilidad del mojón, la intervención resulta ser objetivamente enemistosa. Corvalán-Pincheira monta, en el interior, un aparato de ostentación de fluidez, queriendo significar -probablemente- que el museo adolece de cierta condición obstructiva, que se hace necesario señalar. Para lo cual, el propio museo se ofrece para ser denunciado faltando a su deber. Falta que no se especifica, pero que se da por supuesta. En este plano, no hay cosa que fascine más a los “artistas de la intervención”, que disponer de una institución en un determinado grado de exhibición de su propia degradación. En el entendido que la degradación se ha convertido en una adquisición retórica, convertible en condición de trabajo crítico, de modo que más acá de la experiencia empírica de manejo del museo, se le exige condiciones de inscripción como un museo en forma, que, evidentemente no está en medida de cumplir. Es decir: si hay algo que debiera ocurrir, sería el fortalecimiento del museo como institución (del) límite. Sin embargo, hay funcionarios que operan en el dentro, con el propósito de dejarlo fuera, habilitando experiencias de reversión-de-guante, como “acontece” con exposiciones producidas desde su interna, teniendo como propósito incorporar un afuera, cuya presencia en el museo debe manifestarse de manera punitiva, por supuestas operaciones de reparación que éste no realizaría. Esto podría denominarse “dentrificación ejemplarizante”, para colmar una crisis inventada por la “afuerización democrática” que desnaturaliza los límites de la musealidad. 


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