PRESENTACIÓN







En un día como hoy, uno debiera hablar de escenas de natividad en la pintura. Sin embargo, una leve revisión de la producción artística local entrega documentación abundante sobre arte y política.  Contrariamente a lo que se piensa, una escena de natividad contiene una dimensión política sobre la que no se ha reflexionado lo suficiente.  En la bibliografía de los años ochenta, ya se hacía mención a las relaciones problemáticas entre espacio plástico y espacio político. 
Eran otras maneras de hablar.  Algunos sostenían que pintar era sinónimo de complicidad con la dictadura y las instalaciones fijaban el rango de la radicalidad. Sin embargo, la pintura renacentista está presente en las elucubraciones de algunos artistas chilenos de entonces. Pienso en dos escenas de natividad.  La primera se encuentra en el Tríptico Portinari, de van der Goes. El segundo es una adoración de Mantegna. Un artista de regreso de Florencia y que había visto el triptico en la Pinacoteca de Brera mencionaba con insistencia que los Portinari eran los comanditarios y que se habían hecho pintar en la escena de la natividad. Además, sostenía que esta familia de ricos banqueros mediceanos había introducido el óleo en Florencia. De este modo, según su versión, a toda vista verosímil, combinaba una historia de colocación política con un gesto técnico. Luego, este artista pasaba a mencionar a Mantegna, validando el gesto  en que el mismo se ponía en escena, mirando hacia el espectador, con aire desafiante, cuando el objeto principal de atención debía ser el Niño. De hecho, en esa pintura, hasta el propio San José estaba pintado como puesto a un costado, solo para asegurar su rol de guardián de María y el Niño. Pero esto es un error. En esa pintura no estaba Mantegna.  Es probable que el artista en cuestión haya pensado en la “Presentación de Jesús en el Templo”. La escena se desarrolla dentro de un marco de mármol en que se apoyan los personajes, rompiendo la barrera entre espacio pintado y espacio real. Doble logro: dispositivo de entrampa ojo y presencia del sujeto de la enunciación. En primer plano, María sostiene a su hijo, completamente vendado, como un “lulo”. Me hace pensar en la lectura de la obra de otro artista, al que enyesaban el cuerpo asemejando la transposición pictorizante de un bajo relieve. La moldura encubría otra presentación en el templo de la crítica. En ese universo pictórico, el artista proclamaba el privilegio a ser reconocido como “autor”. En la escena de mediados de los ochenta hubo obras en la que los artistas hicieron ostentación de su presencia en el cuadro, porque acarreaban el malestar de no estar colocados en escena alguna. En este sentido, la natividad pasaba a configurar una pantalla sobre la que proyectaba el deseo de ser presentado en el templo del arte contemporáneo, para dar comienzo -por antonomasia- a una historia que reintroduciría la materialidad escenográfica del cuadro. Finalmente, para poder colocarse, siempre, ha sido necesario sostener el privilegio del bastidor como soporte de encuadramiento. Resulta conmovedor constatar hasta qué punto el análisis del espacio plástico en que los artistas de los ochenta se mueven,  ha sido  determinado por el discurso evangélico.  


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