CARBONCILLO




Leer la columna de Matías Rivas en “La Tercera” de ayer domingo fue un alivio, porque me desmalezó el camino. La exposición “Todas las caras del rostro” de Eugenio Dittborn es impresionante. Matías Rivas emplea una palabra que proviene del propio Dittborn, a título de oxímoron: “yo no dibujo, yo imprimo”. No es solo que estos dibujos muestren una faceta de su trabajo, sino que obliga a reconocer que Dittborn nunca va de frente, sino que trabaja, siempre, por y desde los costados. Las imágenes impresas que dan la cara desarman la primera mirada y encubren el rol de la sabiduría tecnológica arcaica, a partir de la cual ha elaborado durante cincuenta años (y más) un sistema pictográfico ejemplar. En sus pinturas de los fines de los setenta trabajó sobre tela de yute paquistaní, obtenida del des/cosido del saco. Lo principal fue obtener un soporte que se des/pliega, para ser cosido junto a otras telas de yute, formando un conjunto mayor. Sobre todo, des/armaba un dispositivo básico de traslado de mercancías, para convertirlo en un aparato transportador de imágenes obtenidas mediante recolección mecánica de procedimientos de tintura. Europa exigía cumplir un cometido técnico sobre tela imprimada, que pudiera acoger el escurrimiento crítico de una materia cromatizada. El resultado inmediato fue una mancha primitiva de aceite quemado de auto sobre tela de yute, que delimitaba la tolerancia enunciativa de la materia. ¿Por qué menciono este momento inicial? Porque el saco es un “cesto blando” que permite inventar la noción de intercambio, y porque es un utensilio próximo a las primeras acometidas pictográficas parietales, realizadas mediante el empleo de un saquito de cuero poroso que contenía una mezcla de grasa de animal y carbón vegetal. Estábamos ante el primer utensilio de ejecución del trazo humano: un dibujo.  De ahí, el paso a la frase “escribir y dibujar, en el fondo, son la misma cosa” (P. Klee) condensa toda la voluntad inscriptiva en un solo gesto, que es previo a la semejanza por contacto. Más bien, se trata de una des/semejanza guiada por el manejo erudito de un trozo de carboncillo, que termina siendo disminuido producto del frotamiento sobre el soporte, clavado (como una piel de animal) sobre la “empalizada” de madera que cubre el muro principal de su taller. Debajo de la tela, la juntura de las tablas define la intolerancia de una línea, que se hace ver gracias a la procedimiento escolar que permite calcar sobre una hoja de cuaderno la efigie impresa-grabada de un prócer (un César). Con esto quiero decir que no se dibuja ni se pinta sobre una tela en blanco, porque todo soporte está, desde la partida, excesivamente cargado. Lo primero que impresiona al ver estas obras es la superficie que define la disposición de la figuralidad. Matías Rivas menciona la habilidad de Dittborn para condensar el existencialismo, la caricatura y las referencias clásicas; es decir, que articula de manera combinada y desigual una fenomenología de la percepción, una estrategia gráfica nacida con la prensa de masas y una erudición sobre la historia tecnológica de la representación del rostro, para poner en crisis a las historiografías que banalizan el retrato. Entonces, esto obliga a dejar atrás todas las referencias a la hija del alfarero de Corinto y los retratos de la Santa Faz. “! ¡No te harás imagen de otros dioses que yo!” Esta es, tan solo, una historia humana, de carbón, a la que se ha arrebatado toda humedad - ¡el fantasma de la sequía!-  para dejar  la huella de polvo. En un texto antiguo de Lyotard, éste hace mención al hábito que tenían unos indígenas de América del Norte, que “dibujaban” con tierras de colores que luego soplaban, convirtiendo las figuras en viento cromatizado. Pero aquí, Dittborn recupera la retención como un acto de cultura que combate la descomposición. En 1954 fue encontrado “el niño del Plomo”. Dittborn encontró el dibujo que realizó Grete Mosny de este hallazgo. Este dibujo de su rostro tenía como propósito, si se quiere, retener la descomposición. Fijar las marcas que tenía dibujadas sobre sus mejillas. Una impresión de este dibujo fue realizada en la obra (aeropostal) que Dittborn envió en 1984 a la Bienal de Sidney. Pero siempre tuvo la reproducción de este dibujo, guardado entre sus materiales de construcción.  Al enfrentarme a los dibujos de hoy, no puedo dejar de pensar que el propio Dittborn repite el gesto de Grete Mosny, que ya había  reproducido  una cara del rostro del niño. 


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