EXPONENCIAL




Gonzalo Díaz tiene la costumbre de acercarse solo para llamarme la atención. Entonces, cada vez que me encuentro con él, me preparo, porque forma parte del rito de interpelación. Resulta evidente que nunca estoy en medida de cumplir con el cometido que exigen las obras y me hace la tarea de la explicación de texto. Esto es evidente: jamás, la crítica se coloca en la medida de las obras. Más aún, si he declarado que todo lo que he escrito cabe en la categoría de NOVELA. Toda la crítica no ha sido más que una novela larga sustituta. No hago historia; solo ficciones. Con mayor razón, debo ser interpelado, para cumplir con una tarea que debe sobrepasar el límite de la categoría y someterse a un deseo explicativo “manifiestamente manifestado”. Pero más que nada, reprimenda de baja intensidad por no haber destinado un esfuerzo “analítico” para dar cuenta (insuficiente) de la obra de su autoría, que estuvo presente en la exposición organizada en el MAC (Forestal) a propósito del 50 aniversario de la muerte de Salvador Allende.  Omito el título de la muestra para concentrar mis esfuerzos en la figura de la presidente impresa en serigrafía sobre un soporte de fragilidad proverbial. El título tiene que ver con la voz.  Yo me ocupo de la imagen. Algún esclarecido filósofo de la Universidad de Chile podrá hacer referencia al último discurso transmitido a través de la radio. Sabiendo que se trata de un coto de caza institucional, lo aconsejable es no meterse donde a uno no lo llaman. Pero la interpelación de Gonzalo Díaz apuntaba a la condición de un decriptaje, que debía ser mi nueva tarea  para operar  con su permiso, fuera de la institución. Siendo así, me la hizo difícil. Invirtió el orden que más me convenía y sacando una pequeña libreta de apuntes me escribió la “dispositio” de la obra. Disposición en el espacio, a la vez que disposición retórica. Pues bien, ésta sigue la estructura de la Notación Exponencial. Este es un procedimiento habitual en el trabajo de Gonzalo Díaz: tomar prestadas nociones pensadas para operar en un determinado campo, para hacerlas trabajar en otro. Este es un forzamiento retórico que produce efectos de alta rentabilidad analítica. La notación exponencial se desarrolló para escribir multiplicaciones repetidas eficientemente. Entonces, escribió en la libreta el número siete como “base”, y en la zona superior derecha, el número tres como “exponente”, de manera que se pueda leer de la siguiente manera: siete elevado a la tercera potencia. Esta, ya era una manera “forzada” de escribir 73, para señalar el año de la muerte. Forzada para ser leída como una cifra a ser descifrada para señalar la potencia implícita en el nombre de quien sostiene la imagen impresa. Su muerte conmina a leer la potencia de la Historia comprimida en la delimitación material de su imagen. El número base indicaría la medida de las décadas, en referencia a las “Décadas” de Tito Livio, cuya estructura proyecta exponencialmente la escritura de Maquiavelo, como un modelo de escritura política de la política. De ahí que pasa a escribir, en la libreta, la siguiente frase, que debo entender como un mandato destinado a autorizar las escasas palabras que puedo sostener al respecto: “Esta imagen (cuadro base) es elevada a la potencia (de sentido) de este texto (cuadro exponente)”. Es la razón de por qué, en el contexto de la muestra, esta obra es la más pequeña. Literalmente, es una obra que concentra la textualidad de una potencia imaginal. ¡Aquí viene lo bueno! ¿Quién no conoce la fórmula el-retrato-del-César-es-el-César? La interpretación que se le asocia es el poder de ilusión óptica que un retrato es capaz de poner en ejecución. La imagen es el lugar de una crisis, como lo fue la persona de Cristo en el discurso que lo hace hablar y hace hablar de él, porque, al mismo tiempo se hace carne de lo visible  y cuerpo de la institución, proporcionando a los vivos un pensamiento de la encarnación que conduce a la libertad en un mundo visible, tangible y caduco (Mondzain). Se puede agregar que todo esto está ligado al poder de representación que se anuda entre texto e imagen y que llega hasta condensar en una sola palabra lo político y lo protocolar; es decir, el sentido político de lo protocolar. El problema que importa es el siguiente: en el proceso de impresión de la imagen de Allende se concentra el agente y el garante del poder, gracias a una condición técnica que permite transportar el retrato de éste como un César, cuya garantía de singularidad está asentada en la unicidad y autenticidad que se le atribuye como sujeto. No invento nada. Solo hago el comentario de lo que Didi-Huberman escribe acerca de la similitud auténtica de la autoridad única de aquel cuya imagen es distribuida, y que señala, por lo tanto, el centro de la paradoja de la impresión. Por un lado, el contacto garantiza el poder de lo “único”; y por otro lado, la generación de su imagen garantiza que su poder es capaz de reproducir indefinidamente una matriz; pero sobre todo, impedir que se pierda. En general, esta escritura en bloque ya se ha excedido del formato tolerable. Sin embargo, no me es posible detenerme en esta fase del relato. La obra exige que éste sea perturbado, para no perder el hilo, porque la impresión del retrato (efigie de César) está rodeada por una connotada presencia de cortes, rasgaduras y remiendos, que obliga a poner atención en la tarea del hilo que pone en evidencia el contrato de la línea de la costura mínima, que  retiene la superficie de recepción de una regulación-que-hace-mancha. Entonces, tradición cultual y modernidad cultural condensadas (de nuevo la palabra) para poner a resguardo la distinción entre el afuera y el adentro de la función referencial, porque sobre el objeto delimitado, en la zona superior (digamos, el cielo de la composición), se escurren dos indicios de un significante técnico del color; a saber, una franja aplicada de “pan de oro” que se usa para dorar altares y una pincelada de azul de metileno. Pero la determinación de dicho azul proviene del uso del ultramar en la pintura veneciana, en que el color domina sobre la línea. Sin embargo, el metileno lo fija en su dependencia farmacéutica, donde opera como antiséptico que ayuda a la buena cicatrización de las heridas. ¿De qué se trata, además?   ¿De la impresión de su imagen como una operación balsámica? Ya se sabe. En este caso funciona como una tela de primeros auxilios espirituales. ¿No es acaso la función de un escapulario? En la historia de su uso, se le ha llamado “yugo de Cristo” o “escudo”. En ambos casos, la posición de Salvador Allende se habría vuelto un yugo difícil de portar. En términos laicos, valga la comparación: “cargaba una cruz”. Gonzalo Díaz emplea en sus obras diversas referencias al léxico de los Evangelios, pero hace de ellas un empleo retórico, que organiza el discurso reparatorio apelando a las modalidades implicadas en el culto. Se porta un escapulario para disponer de una protección simbólica suplementaria. De este modo, valga preguntarse, a cincuenta años, que podría haber protegido a Salvador Allende, sino una política de línea y no una “línea política” (porque ya la tenía). Ese no es el “punctum” de esta obra. Al menos, solo un atributo que circunscribe la función de una imagen protectora, que da forma al pasado y reconoce esta dolorosa distancia, entre el montaje de la muestra y  aquel momento en que Salvador Allende pronuncia la frase que Gonzalo Díaz emplea para titular la muestra: “Y el sonido metálico de mi voz”.   


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