CAMBUCHA
Hay situaciones en las que es preciso salir del país para saber. Me ocurrió en 1990 cuando me enteré en Nueva York de la realización de la obra de Gordon-Matta en el MNBA en 1974. Se repitió la situación, en Paris, en el 2019, cuando tuve acceso a la obra de Juana Müller. Es necesario estar fuera. Vivir en el país como si se estuviera fuera, para poder ver. Es un chiste metodológico. Por eso, hay varios países en “un país”. Lo que importa es saber cuál es el que país que (le) corresponde (a uno). Me lo dijo Eugenio Téllez cuando vino a montar su pintura en la exposición del MAC. Nadie sabe que quien trabaja, al final de cuentas. En Mendoza, la semana pasada, me han mostrado las fotos de una instalación que Ricardo Villarroel montó en la Galería La Toma, de Rosario, a mitad de año. Había visto una obra suya, en casa de Mariela Leal: el dibujo de una carpa sobre fieltro. Los trazos de la figura estaban hechos de largas tiras recortadas de papel de diario. Era una carpa de diseño antiguo, entre scout y de vacaciones escolares, antes de la revolución del diseño en la industria del out door. Es decir, antes que el out door se volviera industria del entretenimiento. Nada que ver con el “arte del caminar”, por decir algo que me conduce al recuerdo del ciclista que encontré una vez en un servicentro de Los Lagos, con todo el motor de los cambios distribuidos sobre el pavimento, como si fuera un objeto de arte encontrado. El motor ya no daba más. El hombre esperaba que lo auxiliara un conocido. Ya había realizado dos veces “la vuelta” de Chile, desde Chungará a Tierra del Fuego. Era un ciclista peregrino, “sin casa”. Su hábitat era la bicicleta y las alforjas de mochilas miliares adaptadas. Tampoco vestía como un ciclista a la moda, sino que portaba camisas remendadas dadas de baja de carabineros. De seguro dormía algunas veces en retenes rurales. De seguro, su “casa” era la ruta. Pero ese era un caso excepcional. Su nomadismo no era inscriptible en curatoria de arte alguno. El hombre trasladaba la tristeza de hacer perdido algo que era irrecuperable. La instalación de Ricardo Villarroel en Rosario ponía en escena la irrecuperabilidad del habitar del arte chileno, disponible como insumo para figuralizar la crisis de vivienda por la que atraviesa. Es necesario viajar a Rosario para dimensionar la densidad de su trabajo. ¿Qué lo hace cercano al ciclista? Los centenares de miles de kilómetros recorridos en autobús, para hacer clases en una escuela de arte en el sur de Chile. Lo único que pudo instalar, en ese descampado, fue una carpa de dos aguas, que agarraban como cuatro veces el peso cuando llovía. Entonces, había ponerle un plástico pre-copeva, y apañar. En el fondo, cuando Ricardo Villarroel dibuja una carpa de esas, dibuja una forma de apañar, como proyecto de arte. El fondo de fieltro lo remite a la tribu a la que pertenece: artista de la materia. Pero la carpa de La Toma es hecha con trozos de papel de diario muy bien recortados y pegados con extremo cuidado, con los suficientes resguardos para “autosostenerse” como enunciado gráfico objetualizado. Se emplea el papel de diario para cubrir un cuerpo; ya sea el de un indigente, ya sea el de un occiso. El primero tiene por propósito guardar el calor (gracias a la tinta), mientras el segundo lo sustrae de la mirada predadora. Pero con la carpa de papel recortado y pegado (¡un collage!) Ricardo Villarroel fabrica una “cambucha”, que es el sustituto de papel de diario plegado de manera triangular con que compensa la falta de volantín. Y no se elevan, sino en función de la carrera de niño que la lleva agarrada de un trozo de cáñamo. El papel volantín sirve para fabricar, también, lámparas “japonesas” flotantes. Villarroel convierte su vivienda de papel en una lámpara “japonesa” que se deposita sobre la superficie del agua para favorecer el paso del alma de los que no tienen casa hacia la Casa del Padre. De este modo, Villarroel reproduce la forma básica del deseo que hilvana sobre la conciencia de fieltro, el dibujo de la casa del arte.

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