RUGENDAS

 



En Santiago, ha habido dos muestras en que se han exhibido obras de Rugendas.  La primera, en el CCPLM, en el marco de una exposición que reunió las principales obras de pintores del paisaje chileno del siglo XIX, realizada por Juan Manuel Martínez, bajo el título de “Naturaleza observada”. En esta muestra, se iniciaba el recorrido con la obra “Paisaje cordillerano”, realizada en 1838 y que pertenece a la Pinacoteca de la Universidad de Concepción. La segunda, que todavía tiene lugar en el MNBA, una arriesgada experiencia curatorial pone en crisis la reflexión contemporánea sobre la colección del museo.  Bajo el problemático título de “Luchas por el arte”, exhibe dos piezas de Rugendas, “El huaso y la lavandera” (1835) y “Retrato de doña Paula Aldunate de Larraín en su hacienda de Viluco” (1835).  La primera pregunta que se puede formular respecto de esta segunda muestra es la ausencia de una pintura que muchos historiadores consideran decisiva para la representación de la unidad de la Nación, “Llegada del presidente Prieto a La Pampilla”. Una exposición se valida, también, por las ausencias que propone. En este caso, las curadoras Gloria Cortés y Eva Cancino han privilegiado dos retratos, que han dispuesto  junto a obras de Mulato Gil, Mandiola y Monvoisin.   Han arrancado las pinturas de sus marcos y las han exhibido juntando los bordes, formando un bloque de pinturas en que se otorga a los dos retratos de Rugendas, una posición de privilegio. El bloque resulta significativo porque se reconoce en él la formación de un enunciado que realiza la función de contribuir a la construcción de la imagen-de-si de una república en sus comienzos. El bloque tendría a Monvoisin y al Mulato Gil como polos decisivos de delimitación, dejando a Mandiola y Rugendas -intersticialmente- la tarea de afirmar un eje de dependencias. Es decir, mediante la pintura, las curadoras exponen un modo de producción de socialidad que revela el rostro imaginario de la preeminencia hacendal. El bloque pictórico da cuenta de un momento de configuración de una clase, a la que le cabe la responsabilidad de montar la arquitectura del Estado, en el período de formación de la república. De este modo, la propuesta de las curadoras permite estudiar la consistencia de un siglo de luchas discursivas, a partir de una segmentación que considera un nuevo tipo de vecindad de obras, que modifica en forma drástica el guion de montaje de la colección, tal como la conocíamos. De este modo, en cada sala, los muros han sido convertidos en zonas demostrativas de una propuesta analítica    que no ha recibido la atención que se esperaría de parte de la crítica local.  Cada zona acoge un bloque de pinturas que forma un enunciado historiográfico complejo, sugiriendo continuidades problemáticas susceptibles de ser objeto de trabajo. Se hace necesaria la realización de un encuentro de trabajo al respecto.  Cada bloque es un enunciado encadenado del que las curadoras se hacen responsable, haciendo del rostro un campo de fuerzas. ¡Ese es un privilegio de la pintura! Cabe, sin embargo, preguntarse por la legitimidad epistemológica de la juntura de las piezas de este bloque, reconocido en el manejo de la colección como un momento de triple quiebre imaginario, concentrado en un período de poco más de treinta años, en que tienen lugar significativas invenciones constitucionales. Semejante juntura se propone decirnos algo sobre el arte como síntoma del poder político, para intervenir en el ordenamiento cultural en la coyuntura del plebiscito de salida. Es decir, debían proporcionar a la conquista de su hegemonía curatorial   los emblemas que le corresponden y descalificar a Rugendas como el ilustrador de una conquista, producida desde hoy, como un momento en una historia de secuestro de la soberanía popular (Salazar). Rugendas es contemporáneo de la promulgación de la Constitución de 1833 que iniciaría en el país una larga “epopeya”, que culminaría en los debates de la Convención, en el 2022.  Lo he señalado en otra ocasión:  esta exposición se gestó durante el período en que tuvieron lugar estos debates y aspiraba -probablemente- a representar en el campo del arte la nueva hegemonía que debía consolidar el triunfo de la opción Apruebo. Lo anterior permite sostener una hipótesis acerca del valor que tiene la omisión de la pintura “Llegada del presidente Prieto a La Pampilla”, como operación de su destierro necesario, para poner en exhibición una operación que trabaja varios complejos polémicos, que la mezquindad de la crítica no ha relevado. Si sostengo la importancia del bloque inicial en la cartografía de la élite republicana naciente, “acusada” en esta exposición, tendré que reconocer la segunda operación, distribuida entre los bloques, que está trabajada poniendo en relación dos obras fundamentales de Pedro Lira, que por lo demás, expresa una cierta animadversión respecto de Rugendas, en su Diccionario, en proporción invertida al privilegio que otorga a Monvoisin. Estas dos obras son “Prometeo encadenado” (1883) y “Los canteros” (1878), en que proporciona por anticipado su propia posición, que debía tener efectos constructivos para la escena, a su regreso, en 1884.  Sin embargo, el “Prometeo” fue pintado en 1883.  Mientras que “Los canteros” es de 1878. ¿Eran, acaso, los obreros que construirían, poco más tarde, el Partenón?  ¿Tenía conciencia, Pedro Lira, que, al pintar su Prometeo, estaba señalando a fuerzas que, representadas en el “águila condoreada”, ¿le devorarían metafóricamente las entrañas?  No está mal, comenzar el siglo XIX con el Rugendas de “Llegada del presidente Prieto a La Pampilla” (1837) y terminar con el Pedro Lira de “Prometeo encadenado” (1884), para leer desde hoy las vicisitudes de constitución de un campo, a las que el texto de Alberto Mackenna –“Luchas por el arte” (1915)-   no hace justicia. Si bien, para un debate de esta envergadura, ese texto señala cual es la dimensión de la falla constituyente en la formación artística chilena. 


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