CUADROS
A comienzos de los años ochenta circuló en Santiago un libro, en francés, cuyo título era “Escenografía de un cuadro”. Era de esos libros que no había que leer, porque ponían en dificultad la obra de algunos. Tampoco había que tomar muy en serio los textos de Barthes sobre Twombly porque hacían el elogio desmesurado del trazo y de la mano. Retengo ambas obras en su efecto en cadena, cuarenta años después, para invertirlos en la producción de comentario sobre la exposición de Ignacio Gumucio. ¿Para qué me voy tan lejos? El cuadro, como concepto, jamás fue desmantelado. La pintura como práctica, en cambio, experimentó perturbaciones de las que todavía no se repone. Ha logrado mantenerse como una zona de reproducción ritual en escuelas dominadas por la enseñanza de la disposición objetual y el relato de las artes-de-proceso. El valor de esta exhibición de Ignacio Gumucio es que recupera el valor objetual del cuadro, al tiempo que intensifica el proceso de deposición material de la pintura, acudiendo al triángulo que he formulado en la entrega anterior. Me refiero a lo real, a la ficción y a la fantasmagoría. Pero es lo real del cuadro, no del mundo, en su materialidad cromática y gestual. Y cuando hablo de la ficción me refiero al potencial narrativo de la tecnología manual que arma la máquina de figurar. Para terminar con la determinación teatral que configura, propiamente, el lugar en que se pone en juego la disposición de los cuerpos-que-duermen. Ahora, esos cuerpos se cobijan entre dos funciones. Hablaré de una “función muro” y de una “función textil”, primero, para levantar una estructura de cobijo, vertical; segundo, para extender una mortaja, horizontal. Pero ambas funciones están habilitadas por tramas que reproducen parcialmente ciertos patrones, que en algunos casos destruyen toda perspectiva y homologan las superficies, haciendo de la extensión del cuadro una sola pintura de retazos, resultante de la reiteración de un trazo corto que simula una serie. Sin embargo, a través de estas operaciones aparentemente decorativas, construye la escena en la que la cama va a operar como sepultura. La escenografía de un cuadro está pre/vista para colocar un cuerpo en su (última) morada. ¿Qué es una cama, sino un símil de bastidor que va a sostener el cuerpo de la pintura, para deponer sobre ella la imagen paciente? ¿Qué es una imagen paciente, sino la imagen de un desfalleciente? En uno de los cuadros, la pintura acoge la imagen como si fuera una hospedería, en la que surgen cuatro retratos “baconizantes” que comparten el rosado deliberadamente crudo. Dos de ellos delatan la intervención de la mano experta del retocador profesional, que blanquea parcialmente las caras para fijarlas en su carácter de máscaras alteradas. Pero lo que importa aquí es saber que dicha alteración expone la descomposición parcial del rostro, análoga a la de un cadáver que sugiere la amenaza de una melancolía mortal que se acerca a una actividad totémica de proximidad animal. De ahí que las aplicaciones de pintura blanca sobre una facialidad deformada para acentuar, en el cuadro, una zona de des/humanidad. Mientras el tercero y el cuarto retrato parecen provenir de un fragmento extraído de un compendio de pintura italiana. Así es posible reconocer una vaga filiación cristológica, que se puede entender como una parodia de la trinidad: padre, hijo, espíritu santo, en una sola pintura, no más, cubiertos por la función textil criolla del chalón familiar. El cuarto personaje es instalado para cumplir el rol de un aminorado feligrés, inclinado para hacer una demanda. Para terminar, hay que pensar que el chalón resulta ser una mención plebeya de la pintura de “pattern”, convenientemente reivindicada como un tipo de arropamiento hogareño. Lo cual sería un atributo pictográfico inquietante en medio de la escenografía de un cuadro, de la que no está ajeno el elogio del trazo tembloroso de una mano dubitativa..
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