PAISAJE
En “Luchas por el arte” hay una gran cantidad de paisajes. Es hora de regresar a las exposiciones que actualmente se exhiben en el CCPLM. El paisaje parece ser el área común de preocupaciones curatoriales que abordan, ya fuera el pasado, ya sea el futuro. El pasado es una zona de trabajo interpretacional que afecta directamente el presente. El futuro esboza el diagrama de una catástrofe que afecta el presente de un paisaje amenazado por el regreso a un estado de naturaleza que lo convierte en un territorio donde las condiciones de poblamiento humano son puestas en crisis. El arte solo acompaña la crisis de representación política. A lo más, advierte un peligro: el derretimiento global. Pero solo puede convertir la amenaza -en lengua apocalíptica- que hace de la catástrofe (inminente), obra. El pasado, en cambio, pone al paisaje en situación de retraimiento social, porque no hay ruralidad (ni asomo de esfuerzo agrario), sino expresión de una definición de lo sublime que reproduce desde lejos las tesis de Burke. Sin embargo, un título como “Naturaleza observada” plantea, más que nada, la posición del observador, pero no como “artista-observador”, porque el verdadero observador convocado es el espectador-visitante que es enfrentado, no a una naturaleza determinada sino a un paisaje inventado que modifica le percepción del territorio. A tal punto, que las tres nociones planteadas son formuladas para representar tres momentos ideológicos diferenciados, pero que operan de manera confusa en la “artialización” de una naturaleza que es inobservable, porque está mediada por una cultura de la apropiación del espacio que la convierte en “pintura de código”. El “artista-observador”, al observar, destruye la naturaleza para convertirla en paisaje-síntoma de unas “luchas por el arte” de las que no tiene consciencia. Cada noción posee una historia que se hace relato por la pintura. Digo: los artistas que pintan entre 1860 y 1900, reproducen una enseñanza que ya está codificada, donde los árboles frondosos delimitan la extensión interna de un bosque aristocrático, apto para producir el efecto del “locus amoenus” del que están excluidos los animales y los seres humanos, salvo para servir de medida. En esta pintura no puede haber representación del trabajo. Pero hay una pintura que vale por todas, porque se sale del rango de la naturaleza, a la que se atribuye condiciones de inaprehensibilidad. La exposición se abre con una magnífica pintura de Rugendas. Todos los estudiosos de este “pintor viajero” mencionan un procedimiento particular de pintura al aceite que facilita la ejecución formal en condiciones portátiles de vistas, en que la inestabilidad está recogida como correlato de una fisionomía que permite acceder al carácter de una comarca. La naturaleza es sublime. La pintura debe “trabajar” de tal manera el relato de la exposición, en que lo divino universal y lo humano singular estén en una armonía determinada, que aplaque en el observador la angustia de no pertenecer. Rugendas practica un “método” -la fisionomía de la naturaleza- teorizado por Humboldt, en que el pintor parece observar el mundo para poder “rectificarlo” y hacerlo verosímil con lo que su cultura le dicta; es decir, la determinación alpina. El carácter ya ha sido definido por la cultura del viajero, que visita un país en el que no hay, todavía, suficientes “rectificadores”. Sin embargo, la cordillera de los Andes no deja de formularse como un desmentido de todo lo que Rugendas ha podido conocer y traer consigo, para entregarlo a un observador que va a ser educado por el “continuum” de una pintura que le va a suceder, pero que no posee relaciones estructurales con la suya. La pintura de Rugendas que abre la exposición “Naturaleza observada” está datada en 1837, aproximativamente. Esta imprecisión admisible permite plantear una pregunta: ¿esta pintura fue realizada antes o después de su viaje a la Argentina? La roca, los árboles y unos cerros cercanos parecen recortados en un primer plano escenográfico y mensurable que reproduce el delante de una escena-umbral, más allá de la cual se accede a lo que el programa de viaje señala como objeto. Si suponemos que fue anterior, lo que está referido como zona celeste ha sido pintado con un cierto materismo que no aparece en el resto del cuadro. Unos campos de hielo iluminados por un sol poniente, expone el lugar mental hacia el que se debe acceder, para sacarse de encima la cultura de proveniencia. Es la paradoja del “pintor viajero”, que determinado por su cultura de partida, no deja de ser interpelado por la inquietante extrañeza que le produce la cultura de arribo, llegando modificar su utillaje expresivo. La calma tensa fija a los personajes de a caballo, en la base del cuadro, prefigura la tragedia guardada en la informidad de la materia que cubre la cima de la montaña y conecta la tierra con el cielo. No es la explicita calma que Celia Castro expone cuarenta años después, en el momento en que las luchas del arte ya han consolidado un campo de disputa. Es decir, ya podemos disponer de una nueva dificultad, introducida por el arte urbano de los jardines: un fondo de patio, un árbol, una poda. Vale decir, un contexto general, un símbolo particularizado y una acción de conjura, desde el bosque expansible por sus claros y senderos al jardín de cierre perimetral se habrá atravesado medio siglo de des/constitución; con guerra civil incluida. Quizá la escena de la poda sea la mejor y más eficiente metáfora sobre el comportamiento de un campo de arte que la exposición en el CCPLM se abstiene de abordar. Justamente, porque pareciera que durante el período anterior no había luchas que consignar, o no, poseían la fuerza expresada al momento de loa constitución del museo. Las fichas documentarias de “Luchas por el arte” hacen de dicha constitución, un objeto polémico, que a su vez, puede ser recuperado por una de las obras decisivas de la exposición “Trabajos de campo” en el CCPLM, y que se exhibe frente a “Naturaleza observada, como si las tres exposiciones formaran parte de una gran escena crítica que se interpela a través de sus producciones institucionales. Porque la apertura polémica expuesta por la cordillera de Rugendas en la segunda exposición, es cancelada por la entrevista a un antropólogo y una geógrafa, que hablan del carácter sagrado de la montaña y de su relación con el agua, y que forman parte de la obra de Jo Guilisasti. De lo que se habla en esa conversación es del derretimiento del ventisquero que Rugendas fijó en la pintura, con una pasta cuyo color parece referido al rosa pálido de un fragmento de cuerpo desollado.
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