LUCHAS
Ceclia Castro, "La poda" (aprox.1888).
Las “luchas del arte” es un buen título. Hace evidente lo que siempre ha estado encubierto, que la historia del arte es la historia de la lucha de clases, por otros medios. Lo que he sostenido en el curso de mi trabajo, acerca de la historia de la pintura como una historia de ilustración del discurso de la historia. El título de esta exposición en el MNBA interpela el título de otra exposición que está teniendo lugar en el CCPLM, “Naturaleza observada: arte y paisaje”, a la vez que reproduce, de manera desplazada, el propósito de “Puro Chile”, muestra montada en el 2014 en el mismo CCPLM. El eco de las polémicas levantadas puede tener aquella larga duración que no perdona y que modifica el panorama de la crítica, en el sentido que cada uno de esos montajes configura un complejo crítico determinado. De este modo, “Naturaleza observada” responde a lo no dicho en “Puro Chile”, reponiendo un problema de interpretación centrado en un corpus reconocible y reconocido de obras, que se sustraen del ejercicio combinatorio que, bajo la excusa de un nuevo ensayo de colgaje de la colección, radicalizan algunos aspectos ya señalados en “Puro Chile”, pero que en la escena del 2014 no habían sido suficientemente observados. No es, entonces, la naturaleza, la que es observada, en esta lucha curatorial, sino la otra exposición. Hacer referencia al arte y al paisaje es una forma de entrar en la reconstitución de unas luchas por la hegemonía del canon, en el seno de una disputa historiográfica en la que están involucradas, no las obras, que siguen siendo las mismas, exhibidas de otro modo, sino los conceptos que sostienen el diagrama de exhibición. Y no solo eso, sino la política historiográfica que cada curador sostiene. Hay que pensar si los conceptos empleados en el 2014 mantienen su rentabilidad analítica, hoy, bajo un nuevo contexto polémico, porque en estas proximidades, una exposición como “Trabajos de campo”, montada al mismo tiempo que “Naturaleza observada”, no contribuye a poner en crisis el concepto de naturaleza “manejado” en dicha exposición, y convierte por extensión la propia colección del MNBA en un campo de trabajo, a cargo de dos curadoras que para esta tarea asumen el rol de dos etnógrafas, cuyas prospecciones, hallazgos y combinaciones, redefinen lo que puede ser entendido como primera fuente, pasando a trabajar las obras como documentos ilustrativos, en una lucha por la hegemonía de las condiciones de decibilidad del arte chileno. Quizás, “sacar a las obras de sus marcos” sea el mejor ejemplo de la conversión de éstas en documentos de archivo, dispuestos en línea, eliminadas las distancias, para generar bloques iconográficos significativos, que deben ser entendidos en la lógica de sus buenas vecindades formales. Cabe pensar que la documentarización de las obras puede implicar una reducción forzada de las proyecciones que le suponemos a cada una, a raíz de las disposiciones de proximidad problematizadora, que rebajan el autoritarismo de la visibilidad oficial y oficiosa de piezas emblemáticas, delatadas por la voluntad punitiva de visibilidades de menor rango. Hacer visible lo que no ha sido visible. Este solo gesto sanciona la pérdida de hegemonía de los emblemas denunciados y proclama el triunfo de las zonas subalternas de la colección. Cada uno de los bloques iconográficos propuesto en los muros debe ser estudiado en su narrativa espacial, combinando proximidades y lejanías, incluyendo las marcas documentarias que, en verdad, no ponen en contexto la exhibición de las obras, sino que configuran la narración fundamental sobre cuya hilación se “cuelgan” los documentos de archivo que pasan a ser, para este caso, las obras superlativas. Lo que ha sido omitido, hasta ahora, es la textualidad del archivo del museo. Y cuando se exhibe, se percibe el sarcasmo con que se rebaja la perspectiva analítica, porque expone unas fichas que se exhiben como actas de una acusación en que no se sabe la naturaleza del crimen imputado. Es decir, se sabe perfectamente. Entre tanto, en “Naturaleza observada”, lo que podemos ver, no es una naturaleza, sino un paisaje cultural agujereado por una lucha que no dice su nombre. Los grandes árboles con sus sombras protectoras simbolizan para Burke un orden aristocrático y tradicional que beneficia a todos, porque es un orden fundado en la naturaleza, que sabe muy bien proporcionar las dimensiones respectivas de las cosas y determinar su lugar en un conjunto, como en el magnífico “Paisaje” de Onofre Jarpa. Porque, convengamos, un paisaje es el reflejo de un orden social y político. Rancière dixit. Un cuadro como “La poda” es la muestra de la objeción plebeya, en instancia de corte de (toda) una tradición. No hay un jardín inglés, sino un fondo de quinta ñuñoína, con muro de fondo, donde la instancia de corte se levanta como amenaza en la línea interpretativa, que salta de una exposición a otra, en un debate inter curatorial, en el que se dan con todo, porque en “Luchas por el arte” se manifiesta la pulsión de corte, en su escenificación de “medio pelo” en el retrato de Mulato Gil, donde se debe reconocer el detalle diagramático del mono con navaja frente a un espejo, que no hace más que localizar la misteriosa e inquietante extrañeza de la exposición.
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