MUSIC
Había comenzado (tan bien) haciendo mención a la proveniencia del texto de Edgar Morin y me compliqué. Fue una perturbación necesaria. Entre estética y política, las explicaciones pueden naufragar. La primera vez que tuve entre mis manos “El paradigma perdido” fue en 1985. Me lo prestó Josefina González, antropóloga. Era la traducción de 1974. El libro había sido publicado en 1973, por Seuil. La portada reproduce la fotografía de la impresión de unas manos en las grutas prehistóricas de Pech Merle en Cabrerets, en la región francesa del Lot. Encontré un ejemplar de esta edición en un buquinista cerca del Pont des Arts, y lo compré para tenerlo como reliquia. Su utilidad simbólica se ha hecho visible a todo lo largo de mi trabajo. La tercera parte se titula, como verán, “Un animal dotado de sin razón”. Unas páginas más adelante hay un acápite cuya lectura consolidó lo que debía pensar sobre pintura: “Puede suponerse que la utilización del ocre rojo por parte del hombre de Neanderthal no se limita al recubrimiento de las osamentas de los muertos, sino que también lo empleó para pintar su propio cuerpo y dibujar símbolos o signos de objetos diversos (…) es indiscutible que para el magdaleniense, tanto la pintura parietal, al ocre y al negro de manganeso, como el grabado sobre roca o hueso constituían artes sumamente desarrolladas y que empleó con regularidad para la elaboración de tales símbolos, signos y graffiti”. Todo esto me predisponía para leer a otros autores que se ocuparon de pintura corporal en los indígenas del Chaco boreal y me formaron en las virtudes apreciativas de los trazos ejecutados con una mezcla de grasa y carbón vegetal sobre la piel. Después vino la lectura de Jean Clair, que en un pequeño texto titulado “La paradoja del conservador”, me facilitó aproximarme a la noción de “curatore” como aquel que en la Roma antigua estaba encargado de la custodia de las imágenes de los dioses. Lo que ya no deja de ser significativo como (in)formación para postular la hipótesis del curador como un administrador de falencia; es decir, en lenguaje jurídico, un síndico de la quiebra simbólica, un gestor del desfallecimiento. Esta ha sido la base de mi trabajo como curador, y de la hipótesis del curador-como-productor-de-infraestructura; teniendo que agregar, para la escritura de historia. En el sentido que hacer una exposición es una forma encubierta de obtener insumos para el análisis del campo. Pero Jean Clair agregó unos párrafos sobre el ocre como inconsciente de la pintura y se remitió a los fondos ocre de las pinturas de Picasso y Masson, en los momentos cruciales. Esto fue lo que tuve presente al pensar “Grabado: Hecho en Chile”. No hago exposiciones para tener curriculum de curador, sino porque éstas se combinan con mi sistema de escritura; es decir, forman parte de un modelo de producción de “teoría menor”. En esta dinámica, acudo al título del extraordinario filme “El fascismo ordinario” realizado en 1965 por Mikhail Romm. El primer libro que compré en Paris fue “Zoran Music a Dachau. La barbarie ordinaria” de Jean Clair. Un catálogo sobre la pintura de Zoren Music con un prefacio de Jorge Semprún, me fue obsequiado por el galerista Jorge Mara y lo tuve entre mis tesoros durante años, hasta que se lo ofrecí a Tsvetan Todorov cuando visitó el Parque Cultural de Valparaíso, acompañado de Ricardo Brodsky, en el marco (tambien) de” Puerto de Ideas”. Todorov me confesó que era su artista preferido. El libro de Jean Clair tiene un capítulo titulado “Los ocres maravillosos”. Se puede usar los colores como se usan las palabras, escribe. Music es un hombre silencioso, contemplativo, de pocas palabras, que excava en los colores con parsimonia, porque practica la economía de las palabras del mismo modo que practica la economía de los pigmentos, frente a un arte que se atribuye el derecho de hacer del tumulto y la vociferación una institución. Music hace uso de los ocres de los que habla Plinio el Viejo: ocre amarillo, ocre rojo, tierra de Siena, tierra de sombra, rojo veneciano, que no están lejos de las arcillas mesopotámicas que sostienen la materialidad de mi trabajo. El Museo de la Solidaridad tiene una obra de Music en su colección. Es una pintura de pequeño formato, pero es el cuadro más grande del museo. Es un retrato espectral en cuyo trazado el dibujo bendice el momento en que “la belleza alcanza el umbral de lo terrible”, escribe Jean Clair. Sobre lino belga sin imprimar, la simplicidad elemental del grafito, el negro y un quantum minimo de tiza, Music pinta con un poco de tierra y un grano de luz para fijar, como las huellas que dejan las patas de un ave sobre la arena húmeda, la levedad cuyo único peso es el de la cantidad de materia empleada en evocarlo. La boca será siempre una mancha ovalada de pintura. La cabeza se distinguirá sobre una cama de cenizas, apenas visible por el linaje de la madera carbonizada que descompone la anatomía facial. La fatiga de la representación nos hace acceder a lo irremediable, mientras los dedos encrespados, apenas evocados por unas ligaduras informes, solo pueden autorizar el engarce que declara la imposibilidad de “amarrarse a”. ¿No es ésta la pregunta que define “lo madre”, en “Sobre árboles y madres” de Patricio Marchant? Tener a qué amarrarse (instinto de aferramiento). Esta imagen de dedos que parecen patas de pájaro ensimismadas sella la certeza de la ausencia de rescate. Y, sin embargo, esta pintura que reproduzco al comienzo, pertenece a la serie “No somos los últimos”.
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