MUEBLES




Escuchar escondido debajo de la mesa las conversaciones de los grandes suele ser el encuadre escenográfico inicial para fijar la sonoridad de un relato de infancia. Entre los muchos elementos que hacen funcionar “Mundos habitados” de Roberto Merino está el papel de los muebles como anclajes de una narración que requiere delimitar claramente la frontera entre la habitabilidad del interior y la hostilidad del exterior. De la mesa como situación de exploración sonora el relator pasa a encontrar su lugar, “siempre puertas adentro, hundido en uno de los ajados sillones Cruz, con el chaleco azul y los pantalones grises del colegio, con un cuaderno en las piernas en el que anotaba tonteras como los títulos de las películas vistas en mi vida. Es como el paso de la oralidad a la escritura en la historia de la cultura, ejerciendo el oficio de un contador auditor que registra los episodios epifánicos que dan cuenta de una memoria en que las relaciones entre el pasado y el presente son de carácter reversivo, de modo que  superponen  esquemas de sobreposición de  anécdotas que exigen la comparecencia de sus contrarios, en que la estabilidad de la casa incluye el presentimiento de que “en otras zonas de la ciudad se estaban activando cosas”. Los sillones Cruz Montt están dispuestos para indicar el efecto de una migración traumática, previa definición de unos significantes fósiles que han sido guardados en los cajones de diversa magnitud y consistencia del gran aparador de referencia normanda que ha sido trasladado como un clasificador de la vida doméstica, para fijar los rangos de una conyugalidad perturbada que se deja traslucir como el resultado de una desagregación que instala siempre su amenaza anticipada.  Los sillones y el aparador son confirmados en su papel de anclaje del relato cuando aparece impresa en cursiva la palabra chiffonier (página 71). Sobre todo, después de hacer el relato de la abuela que tenía la costumbre de mitigar su tristeza desmigajando un pedazo de pan, para luego mandar “a buscar al chiffonier dos remedios para tomarse con el té de después del almuerzo”. Quienes han tenido contacto con la historia de los muebles saben qué significa un aparador normando y un chiffonnier. Asumiendo, incluso, que la palabra está mal escrita, porque ha sido impresa faltándole una letra “n”. Lo cual es de una inquietante exactitud. Ha sido necesario transcribir una palabra faltándole una letra para significar el deterioro de la función del mueble. El hecho de haber sido convertido en un botiquín, lo descalifica de modo coherente con el desmigajamiento de la posición de la abuela como exponente de una memoria averiada. Es probable que  ese tipo de cómoda  haya pasado a asumir funciones de aparador aminorado, en que se guardan todavía los retazos de una existencia otrora gloriosa. En el chiffonnier, las damas de antes guardaban sus prendas íntimas. Era, pues, un santuario de un cuerpo. A veces, por premura, un cajón quedaba mal cerrado y dejaba percibir la hendidura oscura que delataba la existencia de un tesoro. Era una desgarradura en el mueble, que ponía en crisis la continuidad del cuerpo como santuario, cuando ella le muestra la herida que subía “en línea recta que subía por la parte posterior del muslo derecho”. Alguna imagen de la mujer con cajones de Salvador Dalí se cuela por esa rendija y se deja seguir la cicatriz “con un dedo, como si fuera un ciego descifrando un versículo en braile” (…) Para sacudirme de una especie de adherencia inmanente le pregunté quién era el monito que salía en sus calzones. Ah. Me dijo, Winnie the Pooh”. La degradación de la lengua pasa de la corporalidad de un mueble a la directa nominación del trapo cuya imagen impresa revela el acceso a la herida que encubre. Los calzones son portadores de una sonoridad, de una topografía de borde, de una costra continua en el relieve de la costura, de un recorte que indica  una prenda de tela dispuesta a ser la portadora del “debajo”, para revelar la existencia de un “arriba” que denota la existencia de mundos habitados por un tipo de diferenciación corporal, en que la tela (retazo) se reconoce en la proximidad de la palabra. ¿De qué tela está escrita esta novela?  Esta es la pregunta que permite pasar del chiffon (trapo) a la ropa.  Desde su nacimiento, un bebé que es separado de la piel materna es confrontado a las telas que cubren su cuerpo y a las palabras de quienes lo rodean. Esa proximidad está llamada a compensar la separación con la madre. Tendrá que ser, ¡con la madre de los textos! Por eso, la ropa que nos cubre, tengamos o no consciencia de ello, pasa a construir el teatro de nuestras reminiscencias. De ahí, de inmediato, la novela abre otra dimensión, al sugerir la pregunta que hace que todo el relato se arrugue y que lo único que da a ver son falsos pliegues: “¿de qué tela está hecho el país?”. 


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