HUESOS




Sentados en la terraza del café “Sebastián”, Pablo Miranda nos enseña  un libro sobre el servicio de sanidad durante la Guerra del Pacífico. El problema es que nadie piensa en qué se hacía con los muertos después de una batalla. Hay fotografías impresionantes sobre fosas comunes después de Chorrillos. En la portada de la novela de Marcelo Mellado “La batalla de Placilla” hay una fotografía del “después” de la refriega, en que aparecen cadáveres ordenados al borde un camino. En un costado se revela una humareda, que nos hace pensar en un procedimiento de cremación colectiva. ¿Qué hacer con los cuerpos? Pablo Miranda menciona un trabajo que escribí al respecto, a solicitud de Francesca Lombardo, para un coloquio.  Me concentré en el relato que hace Jorge Inostroza, en “Adiós al séptimo de línea”,  sobre aquella escena en que, después de un combate en la campaña de la sierra, el teniente del Solar desentierra el cuerpo de su amigo Salamanca para luego introducirlo en un caldero de cobre donde separa la carne de los huesos, con el objeto de recuperar estos últimos e introducirlos en una caja de lata que había preparado como una mochila y así terminar la guerra, con los huesos de su amigo portados en la espalda. Hace unos años recordé esta escena al encontrarme con un peregrino que caminaba hacia Lo Vásquez, llevando en la espalda un encatrado que reproducía una maqueta de la fachada del templo de Lo Vásquez.  El peregrino era portador del Cuerpo de la Iglesia. No sé por qué hice esta asociación. Me conmueven los caminantes-portadores. Pablo Miranda me confirma que el relato de Inostroza proviene de un hecho verídico que aparece ratificado por otros textos de memorialistas y testigos de las campañas. Roberto Merino admite no haber leído “Adiós al séptimo de línea”. La novela empuja a la historia.  El teniente del Solar le había prometido a la madre del teniente Salamanca regresar con su amigo de la guerra. A fuerza de no haber podido cumplir con dicha promesa, al menos trae consigo los huesos para que su madre los pueda enterrar. Roberto Merino se levanta y se dirige a la librería Takk. Regresa trayendo consigo el libro de Cristóbal Marín, “Huesos sin descanso (Fueguinos en Londres)”, que me obsequia y que comencé a leer apenas llegué a mi departamento. En la página 85 está la explicación de su gesto. Cristóbal Marín relata cómo es robado el cadáver de un gigante irlandés y que el oscuro personaje encargado de conseguirlo a pedido de un prestigioso médico, no se atrevió a realizar la disección por temor a que lo descubrieran, “cortó (el cuerpo) en pedazos y disolvió la piel y la carne en agua hirviendo dentro de un gigantesco caldero de cobre, para luego reconstruir el magnífico esqueleto”, que solo tres años después, en 1785, se atrevería a exhibir. Este relato aparece al final del capítulo cuarto, titulado “Restos mortales: entre la memoria y el olvido”. En él, Cristóbal Marín se refiere a John Hunter, un célebre anatomista de fines del siglo XVIII, cuyo nombre se le cruza en el curso de su investigación sobre el destino del cuerpo de Boat Memory, uno de los fueguinos conducidos a Londres por FitzRoy, en 1830 y que murió en el Royal Naval Hospital de Plymouth, tiempo después, a causa de la viruela.  FitzRoy tenía el proyecto de educar a los fueguinos y devolverlos a Tierra del Fuego para que civilizaran a sus congéneres y dieran auxilio a las expediciones inglesas que consolidaban su poderío marítimo en el Pacífico sur. Siempre habrá formas adecuadas de combinar la Biblia y la Espada. Uno de los aspectos que más llamaría la atención a Fitzroy y Darwin era lo rápido que habían retornado a su estado salvaje. Algunos relatos mencionan el hecho que, en algunos casos, sus hermanos los habrían inicialmente rechazado porque habrían olvidado su lengua originaria. Lo que parece un exceso informativo,  corresponde al relato de un mito de abandono y de regreso fallido. Pero ese es otro asunto. Cristóbal Marín andaba a la siga de los restos de Boat Memory, no sin antes hacerse la pregunta: “De donde proviene este deseo tan hondo de seguir perteneciendo al mundo de los vivos a través de la memoria?”. Y agrega: “enterrar, respetar y recordar los restos mortales es tal vez el hecho fundamental del convertirse en humano”. El seminario en el café continúa después de que Roberto Merino regresa con el ejemplar de “Huesos sin descanso” y dos ejemplares de “Mundos habitados”, sin duda, para obsequiar. Menciono a Pablo Miranda el relato que hace Edgard Morin en “El paradigma perdido”, que tanto me ha significado en la habilitación de una teoría del acto pictórico y que me ha hecho compañía durante los peores años de la enseñanza de arte. Se trata del capítulo sobre pintura y sepultación, en que Morin aborda la primera actividad que denota la existencia de un rito de enterramiento y sostiene que el proceso de hominización se realiza cuando el homo demens recurre al homo pictor para conjurar su angustia ante la muerte. El rito consistía en desenterrar al individuo, retener sus huesos y aplicar sobre ellos una capa de pintura ocre, para volver a enterrarlos. 



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