OFICIAL




Después de terminada la primera guerra, Monet hace una donación a la Nación. El problema que se plantea a los funcionarios es el de decidir en qué lugar esta debiera ser exhibida. Monet no transige. Lo gracioso de este asunto es que después de una vida de ser excluido de la academia y de ser perseguido por el establishment pictórico francés, el Estado debe hacerse cargo. La pregunta surge de inmediato: ¿Monet es un artista oficial? Después de haberle reprochado a Renoir haber sido elegido miembro del Instituto, Monet debe guardar silencio. Finalmente, el impresionismo es reconocido como parte de la tradición francesa. Digo, en el arte chileno, los insurgentes de 1981 son, hoy día, los artistas oficiales que garantizan simbólicamente el porvenir de la ilusión. Es así como tiene que ser. El “antes” ha pasado a ser un período de acumulación garantizado; el “después” se ha convertido en la expresión orgánica de una decisión formal que sanciona la corrección política de una historia de progreso.  La vanguardia plástica ha podido realizar con creces aquello que la vanguardia política ha tenido que pactar, diferir, modificar, transformar y recomponer las ruinas del discurso que la ha habilitado. Obviamente, la palabra vanguardia es inapropiada. No hay vanguardia, en Chile, solo transferencias diferidas.  Cuando la política ha sido derrotada y su programa de recomposición debe legitimar su incompletud, recurre al poeta-chamán para salvar la preeminencia del Verbo viril sobre la Imagen femenina acarreada.  La oficialización de la función es el justo reconocimiento por servicios rendidos. Es así como se escribe la historia.  Son los vencedores quienes “escriben” la historia del arte. A nadie le falta Dios. La fondarización de la producción simbólica contribuye con su cuota de Estatización proyectiva, a recuperar la Antigüedad cercana como Futuro lejano.  Al final, los gobiernos radicales inventaron una palabra: la perseguidora. Los gobiernos democráticos de la posteridad prolongaron que el programa del eufemismo condujera hacia la jubilación emblemática. La garantía del “ahora es cuando” se ha localizado en la promesa de compensación por la inflación semiótica. Sin embargo, nadie se ha querido dar cuenta que las obras de referencia no son más que antigüedades que ya dieron todo lo que podían proporcionar. Cuando Leppe expuso “Fatiga de materiales” en Andreu, hace muchísimos años atrás, lña crítica italiana Barbara Morana, avecindada en Chile en ese entonces, me dijo que era una copia eficaz de Kiefer.  Frente a semejante eficacia hemos declinado la historia del arte, desde el arribo de Monvoisin en adelante. La hipótesis que juega en contra es aquella que sostiene que, en un momento determinado, una obra ya contiene todas las obras. Leppe fabricaba una ruina a la medida.  No quedaría más que hablar de cómo hubo un “antes” de dicha obra, y de cómo el “después” se convirtió en discurso de posteridad.  Lo que pasa es que, a los ochenta años, Monet, por ejemplo, seguía destruyendo telas que consideraba “chanchadas”, entre ellas, varios paneles de “Nenúfares”. Entonces, éstas últimas, de 1926 ¿ya estaban incluidas por anticipado en “Impresión Sol Naciente”, ¿de 1874?  Esto suele ser un recurso retórico de la crítica económica.  Hasta que Galaz inventó que Juan “Pancho” González debía ser “nuestro” Monet.  La cuestión para resolver es si las Antigüedades de pasta ocre pueden señalar un camino de futuro, a nivel formal.  Los formularios han definido el destino del arte chileno, de modo que, difícilmente, se puede reconocer la existencia de “políticas de obra” desde la cuáles se pueda levantar un mito para sostener los tiempos que vienen. Una artista de Valparaíso, en el 2012, a propósito de una remodelación arquitectónica significativa me señaló que detestaba el nuevo resultado, porque ella y sus representados solo querían tener una “ruina administrable”, que es lo más preciso que he escuchado como ideal de modelo-de-gestión. ¿Se han dado cuenta que no se puede vivir sin una política? Y si no la hay, es preciso inventarla. Entonces, surge la hipótesis de que existe una política implícita y todos quedan contentos. Aunque no la haya de manera explícita, esta se esconde en los meandros determinantes de lo real. Incluso, el Estado llega a pagar para que se escriba una. Los artistas escriben porque se formaron en la necesidad de tener que explicarse, porque viven pensando en que deben darlas. Todavía se está a la espera de la redacción de una política de desarrollo de las artes visuales, solicitada en el 2016. El hombre que escogieron para tal efecto todavía está en deuda. Se embolsó la plata y no produjo ningún escrito. Mientras tanto, Ranciere publicaba un pequeño tratado del paisaje, en uno de cuyos capítulos escribe “política del paisaje”. Viene después de otro capítulo que titula “más allá de lo visible”. Es de suponer que se debe leer el índice como una sola frase: “más allá de lo visible (lo que tenemos es) una política del paisaje”.  Pero lo que hace es analizar obras ya existidas (por exceso de insistencia). Lo que resulta muy formador para las nuevas generaciones, porque en la escena local hay quienes tienen la intención de hablar de una política oficial, pero sin tener obras a la altura de sus deseos.  


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