HABEAS CORPUS
He sostenido que “Los hijos de la dicha” fue un manifiesto pictórico no realizado. Solo fue formulado, en la Universidad de Chile, y de inmediato desestimado. El destino de la obra de Gonzalo Díaz se selló a su regreso de Florencia, cuando resolvió no echarse a perder la vida entre Couve y Opazo. Debía abandonar “la Chile” y forjarse una vía autónoma por fuera. Seguiría haciendo clases. Pero lo más significativo de su obra en 1984 se juega fuera de la universidad, que dejó de ser garantía de transferencia. Sin embargo, con “Los hijos de la dicha” ya se había puesto fuera de juego. ¿Qué significaba participar, en esos momentos, en un concurso? Disponer de un poder diferencial que impidiera ser puesto fuera. En verdad, el momento fértil de que he hablado se sitúa, justamente, antes, entre la pintura llamada “el cancerbero” y el jinete del panel B de “Los hijos…”. El color y el estilo de su deposición se traspasan de un cuadro a otro. Fragmentos de uno se incrustan en zonas minoritarias del otro; de las fauces de un perro-jabalí donde el rojo se dispara como una eyección flamígera de pintura, a la zonificación rubensiana en el borde inferior de la mujer (a)cogida, tiene lugar un cataclismo académico. ¡La esponja de Apeles en Las Encinas, arquetipo de la pintura libidinosa! Recuerdo haber visto una foto a color de dicha pintura, en que el animal, como resto grisáceo, hacía concurrir la piel de un quiltro semi-albino, con identificables patas de perro, que vendría a ser la parte más humana del conjunto. Es el fantasma de un torturador que en la pintura se hace ver en medio de la quietud pictórica del momento. Torturador: la imagen de la cabeza de chancho-perro, con la lengua cortopunzante. De ahí proviene el gesto pintado de meter-la-lengua donde no se debe, para figurar la pulsión que condensa, en el triptico de 1980, el gesto del jinete sosteniendo el peso de la representación de la carne. Pero estoy hablando de dos pinturas. Separadas por un año de producción. ¿Cómo se explica semejante conmoción? Hay un salto. La intensidad narrativa del cancerbero de 1979 le deja el lugar a una expansión que combina Antigüedad parodizada con una Contemporaneidad retrovertida en tragedia (desdicha de las filiaciones). Solo he podido acceder a una reproducción en blanco y negro del cancerbero. El salto estilístico y narrativo es radical, en el sentido que tiene la palabra academia en el universo de la Academia Real de Pintura, a la que accede Jacques-Louis David después de pintar “El juramento de los Horacios”. Ese es el momento fértil de “Los hijos de la dicha”, en esa zona en que no se sabe si el gesto pintado es suficiente para sostener o dejar caer un grave encarnado. No hay dos caballos; no hay dos mujeres. Es el mismo caballo repetido que ha perdido su color y devuelve su vigor cromático de espuma brillante por el hocico encumbrado; es la misma mujer que se desdobla y se pliega mientras es dejada caer/precariamente retenida. Ni Cástor ni Pólux, ni Helaira ni Febe, pese al violento dinamismo referencial de la escena. Una lectura contemporánea implicaría pasar por Marey y el principio de la locomoción humana, para deslocalizar los personajes y atribuirles un nuevo papel en el teatro del mundo. Las imágenes se desplazan para convertir el cuadro de Rubens en una ayudamemoria para realizar una “travesura” semiótica, tomando en cuenta las escenas representadas en los paneles A y C, que deben ser leídas como declinaciones del panel B. Sin embargo, esa no es la buena clave de acceso, porque la escena debe ser tomada como una secuencia en la que dominan los paneles A y C, siendo, el panel B, una perturbación cromática en que la luminosidad de los cuerpos desnudos de las mujeres raptadas permite flash-backear las determinaciones de una historia local dominada por la presentación de recursos de amparo. En efecto, esta es una pintura que pone por delante la necesidad imperiosa de la presencia los cuerpos, en una coyuntura (a)signada por la sustracción.
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