ESCENA
Hace ya algunos años, leyendo a Lewis Mumford, que es uno de los más grandes historiadores de las técnicas, quedé impresionado (y fascinado) por una hipótesis sobre la invención del sujeto moderno. La aparición de la “luz de ventana” como concepto práctico tenía que ver con la prosperidad del capitalismo holandés, ya que Amsterdam era la ciudad que poseía la mayor cantidad de ventanas de vidrio en edificios privados. Esto permitía que la luz natural invadiera las habitaciones y fuera posible prolongar la jornada de trabajo. Por ese entonces yo escribía una memoria sobre instrumentos ópticos de observación astronómica a comienzos del siglo XVII y debía compenetrarme de las vicisitudes de la industria del vidrio antes de la fabricación del anteojo alarga-vista de Galileo. Habrá que saber que este fue fabricado después que un corresponsal le describiera el objeto exhibido en una vitrina parisina, construido por dos artesanos holandeses. El éxito de la operación dependería, entonces, de la calidad de pulido artesanal de las lentillas cóncavas y convexas. Galileo hizo fabricar un anteojo alarga vista y lo primero que hizo fue ofrecerlo a la Señoría de Venecia, para uso militar. No le fue bien. Profesor en Padua, era un matemático y astrónomo posicional que supo incorporar el nuevo instrumento en su sistema de trabajo y terminó dirigiéndolo hacia la luna, con todo el efecto que es de imaginar. Recuerdo el argumento de los astrónomos jesuitas, que le dicen, en el fondo, “acepta la teoría copernicana a título e hipótesis”. Siempre, los jesuitas, inventores de formaciones intelectuales de compromiso, han sido parte de la ruinificación de la política chilena. No pienso en Berríos, ni Hevia, sino en Veckemans. Eso es otro problema que habrá que abordar. Lo anuncio, nada más. Galileo no estaba en posesión de una ley de la refracción, porque esta recién fue formulada por Snellius alrededor de 1626. Lo que aprendí en esa ocasión fue que el uso de espejos cóncavos era muy popular entre los comerciantes holandeses, ya desde el siglo XVI. En 1514, Quentin Metsys, pintó “El cambista y su mujer”. Un detalle me causó una gran conmoción: un espejo convexo. Este era una enigmática novedad en una pintura del siglo XVI. Ya en 1438, Robert Campin había pintado un espejo como ese en 1449. Petrus Christus había realizado otra pintura en la que el espejo jugaba un rol clave. Todo esto me conducía a la pintura de van Eyck, “El retrato de los Arnolfini”, de 1434. Entre toda la bibliografía que tuve que consultar para hacer el trabajo, había muchas obras en las que se hacía referencia a “objetos curiosos”, que eran cilindros y conos de vidrio, que permitían reconstruir desde imágenes monstruosas unas escenas al “derecho”, cambiando de perspectiva, como ocurre en el cuadro “Los embajadores” de Holbein el Joven, realizado en 1554. El caso es que la pintura de van Eyck es de 1434 y me interesó de sobre manera hablar de ella porque el empleo del dispositivo óptico amplificaba el espacio interior y daba cuenta del exterior de la escena. En concreto, era la base de todo mi sistema literario. Lo principal era poner el acento en la construcción de la escena en la pintura como distribución de la representación de poder. Es decir, no hay poder sin escenografía. Como si dijéramos que, finalmente, el poder no es posible sin una escenografía que lo inscriba en el imaginario. El espejo dejaba de ser el lugar de un enigma, porque se exhibía como la prueba de un quiebre introspectivo. Encontré, luego, la expresión de otro quiebre, pero esta vez no era introspectivo, sino moralizante, de proyección colectiva, que podemos encintrar hoy día, sin transición, en la discursividad de los convencionales más duros. Es decir, de aquellos que interpelan la historia de Chile como la historia del secuestro de la soberanía popular. Me pregunto cual será la analogía de una obra de arte de nuestro presente con “El juramento de los Horacios”, pintado en Roma en 1785, bajo el reinado de Luis XVI, por Jacques-Louis David, y que es reconocido como el manifiesto del neoclasicismo pictórico. ¿Cuál será la obra que exprese el manifiesto pictórico de la refundación política? ¿Quiénes, los artistas? Es el pequeño curso que he realizado he formulado la existencia de unos quiebres representacionales entre dos momentos decisivos de la invención de modernidad, mediante el análisis de una pintura del siglo XVI y el estudio de una pintura de fines del siglo XVIII. Entre ambas situaciones, lo que se ha transformado es la noción de escena. Estamos, en 1785 en los albores de la revolución francesa, en la que David jugará un rol fundamental, ya que estará en el origen de iniciativas como la formación del museo nacional del Louvre, a partir de la confiscación de los bienes pictóricos de la nobleza. No hay que olvidar que David es uno de los que vota por la decapitación de Luis XVI. Luego de ser encarcelado a la caída de Robespierre, salva su pellejo y se convierte en el gran pintor del Imperio. Lo que me importa es hablar de cómo David construye las escenas de sus composiciones, repitiendo el gesto al que alude Marx, en el “18 Brumario”. ¿Por qué, las clases llamadas a cumplir la misión de su tiempo, lo hacen vistiendo los ropajes de épocas anteriores? Hay que hablar de la política vestimentaria y comparar la ausencia de corbata con el sans-culotismo originario. En “El juramento de los Horacios”, al menos, está la representación de la virtud romana, puesta al servicio de la revolución que viene. Se puede decir que la precede. Lo que se verifica es un cambio en el “espíritu europeo”. El humanismo teologizado de la pintura de van Eyck ha sido desplazado por el humanismo racionalista de David, que legitima la lealtad frente al nuevo régimen, como necesidad histórica. No se trata ya de realizar un plan divino, sino de retratar el movimiento de las fuerzas sobre las cuáles se va a edificar un nuevo régimen de socialidad. En esta escena local habrá que determinar cuál será la obra que, en esta coyuntura, cumpla con la tarea de satisfacer el imaginario comprimido de la Convención.

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