COMÚN

 



¿Qué harían los directores de sala sin el texto de muro? Esa es la primera imagen de la exposición. El saludo como advertencia. Toda mediación depende de esta declaración inicial. Si una exposición no tiene texto de muro no es una exposición. No tengo nada contra los textos de muro. Solo que es preciso considerarlos en todo comentario. No debe ser la excepción. Esta exposición de García y Navarro en Matucana 100 es una reflexión sobre la historia, la política, la sociedad y el paisaje chileno. Pero esta es la pretensión de cualquier artista chileno de hoy. El problema es definir de qué tipo de reflexión se trata. Hay demasiadas declaraciones de este tipo. El problema es cómo y en este caso, la iniciativa de García y Navarro me resulta ejemplar. Pero obliga a estudiar. Entonces, el punto de partida es “Morir un poco” de Covacevic. No hay muchas obras plásticas -en la escena chilena- que tomen como punto de partida obras cinematográficas. Para calificar, se obliga al público a conocer la obra de referencia.  Cosa que nadie hace. Demasiado trabajo. Pero qué va. Es una condición que el público se entera de manera abrupta. Las exposiciones no se agotan en el espacio, sino que se expanden hacia unas exigencias externas que ya se sabe. No se puede llegar sin información. Asistir a una exposición es un trabajo. Habrá que indagar sobre el contexto cinematográfico en que “emerge” la película de referencia. O sea, estudiar el cine chileno de (ese) entonces. En 1966.  Antes de Littin; antes de Francia. Lo que es mucho decir. Hay que preguntar: ¿por qué haber escogido esa película? ¿Acaso era más fácilmente “intervenible”? Quizás, en ello resida la gran dificultad. No hay contexto para comprender la distancia entre 1966 y 2022. Es decir, demasiado contexto, al punto de anular todo relieve, para acceder rápidamente a la época en que la Ilusión fue arrebatada. La película fue detestada por el medio. Ya es una razón. Algo “interesante” esconde. Pero lo “interesante” es lo peor; ya que tan solo aparece como una excusa para detener el análisis, justamente, en el lugar de lo que no debe figurar.  En parte, porque es una obra de antes de la Catástrofe. Pero ya la anticipaba, como el huevo de la serpiente. Cuando hay apropiación evidente es preciso buscar en la superficie de “lo que se ve”, a falta de acceder a “lo que no se ve”.  El montaje de doble proyección obliga a percibir un estallido, en el lugar en que las imágenes hacen contacto, como armas corto-punzantes. Ese es el quid de la instalación en “Matucana 100”. De ahí que haya que   fijar la atención, en la línea de sutura vertical de los dos planos que operan la simultaneidad. Las imágenes de un sujeto que camina se enfrentan con las imágenes de unos niños que hacen una ronda. Juegos de niños como soporte para la fascinación pasajera que busca retener temporalmente el trayecto del sujeto que inunda el plano contiguo.  A los adultos no se les permite jugar, porque ya agotaron la cuota de ficción otorgada. Al menos, esos adultos son portadores de la historia de los hombres comunes acarreados desde el sub-título, para instalar el deseo de lo extraordinario. Che Guevara dixit: cuando lo ordinario se vuelve cotidiano, es que estamos en revolución. Lo que falta, en el filme de Covacevic, es la revolución. Lo que sobra -en la distancia recuperada por la instalación- es la ausencia de revolución. El camino recorrido por los sujetos del filme y del filme-fabricado-para-la-instalación no conduce a ninguna parte, porque no implica regreso a casa alguna. Porque no hay casa. No solo eso: el sujeto no es portador de ninguna valija. No lleva ni ropa ni utensilios mínimos para pernoctar. Por eso no hay casa. No hay cine. No hay una caja negra, donde se pueda fijar la fascinación temporal de una ilusión, que será -siempre- cinematográfica. La instalación “juega” para ser percibida como la reproducción de la maqueta de la caverna platónica. Lo proyectado  es mucho  más que el simulacro de “lo común”. Este es un concepto ambiguo que ha hecho su camino en la práctica del comentario. Lo común es el campo de los derrotados, levantado por intelectuales que viven de administrar simbólicamente la derrota de los otros. Lo común reclama la existencia de una multitud como una subjetividad potencialmente revolucionaria que vive amenazada por la igualdad primordial de lo singular. La imagen denotada en las dos versiones de “Morir un poco” (Covacevic; García y Navarro) pone en cuestión la noción misma de actualidad, porque evoca una itinerancia en la que el sujeto es hecho visible como perdido, porque no tiene “casa” donde llegar. Lo que ha sido diferido, entre 1966 y 2022 es la noción de “lo casa”, como expresión de una distanciación abismante entre la imagen común de un pre-proletario (que no puede encausar su rebeldía más que en una acción individual) y  la imagen de  un post-proletario (en la época del naufragio de la vanguardia). El verdadero “tema” de la instalación, parece ser el drama de un sujeto desencarnado que autoriza en sus modos de aparecer (caminando sin rumbo), la dimensión del vacío que lo ha constituido, como des/revolución, entre 1966 y 2022. 


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