TIMBRE
A propósito de la ultima columna, Edgardo Neira me hace una observación sobre los timbres de goma, como formando parte del aparato personal del grabado. Es decir, cuando el timbre pasa a convertir al artista en un pequeño funcionario, que reclama la presencia de una sanción institucional. El artista de 1978, por decir, desea hacer-Estado, en el momento de su jibarización. La profusión de los sellos como parte del utillaje gráfico es un síntoma de la voluntad ritual a la que me he referido al final de la columna anterior. Mediante el empleo del timbre de goma, lo que se autoriza es la función-de-la-firma regulada, que denota la pertenencia a un “ministerio”; que vendría a ser el ministerio-del-arte. Excluidos del Estado, los artistas de 1978 montan ficciones gráficas de autoafirmación, para mitigar su abandono. Edgardo Neira me remite a un incidente de infancia, donde el timbre de goma era la parte más importante del carnet de la asociación deportiva de nuestro barrio, porque nos asignaba una residencia. Cuando el arte postal se hizo habitual y se constituyó en secta (en términos sociológicos), el timbre de goma pasó a ser una seña de identidad, que señalaba, justamente, un determinado tipo de asignación de residencia que exhibía la fragilidad del dispositivo de combate gráfico, que entraba a combatir con la filatelia, porque convertía la propia tarjeta postal en expansión biográfica de un sello postal, en contraposición con la comprensión pública del sello que sancionaba el cobro del transporte. No era posible poner en duda la lógica del sistema postal, porque éste sustituía a las instituciones pesadas de las artes de la exhibición. Por eso, los artistas postales me parecieron, siempre, de una ingenua ternura, que encubría una soberbia enunciativa descomunal: el Estado soy yo. Los grabadores de 1978 debían tener un espíritu de artista postal, pero sabiendo que el rito en el que estaban involucrados, estaba destinado a fortalecer sus propias asignaciones de residencia simbólica. Hay que pensar que no existe el Fondart y que muchos lugares destinados al “trabajo cultural” son espacios de sustitución partidaria. De ahí, también, se autoriza la asociación del timbre de goma con las prácticas de fabricación de documentos alterados, como parte de una nostalgia gráfica de resistente en territorio ocupado. En 1974 se hizo popular la lectura de “La orquesta roja” de Gilles Perrault. Los artistas gráficos pensaban contribuir a la lucha proporcionando falsos papeles, que debían parecer verdaderos. Conocí a un artífice que en medio del trabajo derramó tinta de manera excesiva sobre un documento, dejándolo inutilizable. Ese error le salvó la vida a la persona que iba a ocupar dichos papeles. En esa misión, toda su red fue detenida. En el comienzo de la revolución industrial de la fabricación de documentos, el agente vivía todavía dependiente de la semejanza por contacto. Eso ya no es posible. La observación que me hizo Edgardo Neira delata su lectura del “tesoro de la juventud”, que nos enseñaba a fabricar sellos esculpiendo el timbre en una papa y a escribir con tinta simpática, como héroes de una guerra ya enfriada. El arte se nos aparecía, entonces, como un sistema de calentamiento del imaginario, en que el timbre de goma pasa a ser la personalización de una serialidad-de-escritorio. De ahí, la pulsión funcionaria como sustituto de pertenencia a un Estado ya perimido. Regreso a la proposición “el Estado soy yo”, que fue el título de una obra video de Carlos Flores del Pino, presentada en el auditorium de la CEPAL, en marzo de 1981. Sin embargo, su presencia en esta reflexión no es pertinente. Más bien, expone un tipo de impertinencia que no corresponde a la coyuntura. Permanezco en el terreno de la imagen física, impresa, sobre papel, en 1978. Es decir, el rito de la estampa, realizado en una escena de recomposición de la xilografía, después del dominio técnico-político de la serigrafía durante el período anterior. Este debate señala la existencia de una zona de rearticulación de las relaciones entre arte y política, en un momento en que no se la puede nominar. En esa inmediatez, habrá otra zona, ligada a las obras de Dittborn y Leppe, que se propondrán expandir la noción de estampa sobre la superficie del cuerpo, particularmente, en “Prueba de artista” (Leppe, 1982) y “A caballo regalado” (Dittborn, 1982). En el terreno de la re/significación de la serigrafía, será preciso esperar hasta 1985, cuando Díaz produce las láminas impresas de “KM104”. El eje de las relaciones entre arte y política se desplaza en 1985 hacia la solicitud de garantización política, respecto del aparato decisional de las ciencias sociales.
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