RITO
Habría que pensar la pintura sobre otras bases. La doctrina del apósito absorbente convirtió la plástica chilena en un dispensario. En cambio, hizo del grabado su escribanía. ¿Qué quiere decir todo esto? El apósito es un sifgnificante material empleado por algunos totémicos de los ochenta para señalar la existencia de una desprotección total del soporte. Eso explica la fascinación de éstos por la tela de yute, como una alternativa tercer-mundista al lino belga imprimado. La pintura misma, en le terreno de su soporte occidental, había sido des/imprimada. Lo cual era una abierta de declaración anti-óleo, en contra de la pintura holandesa a cuya tradición no se debía adscribir. Lo que primaba era la “pintura-encontrada”. Por ejemplo, la gota de aceite de motor sobre el pavimento señalaba que este tenía gonorrea. La metáfora era muy productiva. La atención debía estar puesta en la retención. Existe una tasa de fluidez irreprimible en todos los cuerpos. Fue lo que pensé cuando me enfrenté a la pintura de Gracia Barrios, conocida como “Homenaje a Julián Grimau”. Escondida en un título de conmemoración viril, la pintura exhibe la imagen obtenida por simple contacto de un umbral vaginal. Lo escribí hace un tiempo largo. Una mujer se despierta en la mañana y se sienta al borde de la cama. Cuando se levanta percibe que ha dejado la marca de su menstruación sobre la sábana. En esto consistiría el devenir-mujer, en pintura. No habría posibilidad de parche-ante-la-herida, porque la sábana entera deviene soporte sígnico. Habrías que trabajar sobre esta hipótesis. La escribanía del grabado lo coloca en una función burocrática específica, más próxima del emanuense medieval, que después se convierte en “cabo escribiente”; es decir, que sanciona las denuncias en un retén de la infancia. Pude haber señalado a un agente de aduanas o a un funcionario de migraciones. El primero modifica las cifras de los intercambios, mientras el segundo mutila las letras en los apellidos de los emigrantes. El cabo escribiente consigna los incidentes que perturban la continuidad. Todos escriben. Todos ellos son portadores de una pulsión gráfica que el grabador va a re/orientar hacia la fase procedimental inicial, autorizando la práctica de la punta seca, reproduciendo el gesto del funcionario de aduanas, del policía de migraciones y del cabo. Todo ellos, son agentes de un tipo de registro cuyos efectos desconocen, porque están subordinados a la inmediatez de su “pega”, en la frontera que tienen lugar las transiciones entre lo registrado y lo inscrito. Convengamos que hay registros que no se inscriben. El registro, por si solo, no funciona. Le hace falta el aparato de habilitación suplementario que asegura la permanencia de la huella. Solo hay inscripción cuando hay condiciones de reproducción cualitativamente sancionadas por la naturaleza del soporte. En la xilografía, el grabador esculpe los bordes, dejando zonas de grosor apreciable para acoger la carga de tinta. En el metal, el hueco es la condición del trazo. La punta seca se encarga de la filigrana a-significante sobre un campo extenso de operaciones, sometido a la acción regulable del ácido que carcome la memoria material y amenaza la primera capa de protección. Toda la concentración del escribiente está orientada a fijar las condiciones mínimas de la matricidad. Esto es lo que he advertido respecto de la coyuntura de grabado en 1978, recuperada por el Taller de Artes Visuales, refugio del comunismo plástico que re/descubre el origen, en un momento en que la noción de matriz histórica está siendo masacrada. Entre 1968 y 1973, el “ambiente” de la Facultad de Bellas Artes estaba dominado por la furia del serialismo serigráfico, que mitigaba la culpabilidad de ser artista (pequeña-burguesía universitaria). Esto había desterrado el grabado clásico hacia la OEA. Recuerden que en 1969 tiene lugar la Cuarta Bienal de Grabado. La carpa de los artistas serializantes proclaman que, con ellos y con Allende, el pueblo tiene arte. Sin embargo, Eduardo Vilches organiza un taller de niños en una población y recupera el grabado básico para recomponer la corporalidad de una imagen. Experiencia que apenas fue considerada en ese momento. Tuvieron que pasar cincuenta años para reponerla en su contexto. De modo que, al momento que la matricidad política era reprimida y amenazada de aniquilación, el ejercicio ritual de recuperación de la matricidad material del grabado instaló la voluntad de persistir, para impedir la des/inscripción. En eso consistió la escribanía del grabado, en 1978. Pienso en la obra de cuatro mujeres: Virginia Errázuriz, Beatriz Leyton, Adriana Asenjo, Elda Torrens. Sus obras, entre 1978 y 1982, activaron el grabado como rito.
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