ESCRITORIO
El timbre de goma protege de la soledad. Hay una sola soledad que considero válida, que es la soledad del corredor de fondo. En la época en que adquiría las revistas francesas atrasadas, pude ver el filme de Tony Richardson, con Tom Courtenay, a partir de la novela homónima de Alan Sillitoe. No estaba preparado para sostener semejante programa, y sin embargo, el diagrama de esta película determinó mi política de relaciones sociales. Por lo demás, la librería de libros de ocasión y el cine en que proyectaron el filme estaban en el mismo barrio, de un modernismo tardío de rasgos levemente brutalistas, pero no era por opción estética, sino por la pobreza del escenario productivo. Era un país cuya sentimentalidad estaba definida por el espacio que quedaba entre la edificación de las Torres de Tajamar y la bonificación de las Torres San Borja, como la franja más avanzada de la edificabilidad chilena, teniendo como su anverso necesario, los bloques 1010 y 1020. En este contexto, la serialidad asociada a la serigrafía era considerada como la plataforma de inclusión de la pequeña-burguesía artística en el campo de la clase obrera, como aliados subordinados y tolerados. La mala suerte quiso que el brigadismo muralista pasara por encima del vanguardismo instalado en la universidad como garantía de contemporaneidad. El signo pictográfico que representaba abstractamente el avance del movimiento comunista internacional fue desplazado por el puño y la brocha gorda del filete partidario. ¡Que mala suerte! Lo concreto debía ser la estética exterior de las campañas de solidaridad. Excluido el muralismo de la escena pública, quedaba la práctica privada de la retaguardia; es decir, el espacio del escritorio como (una) retaguardia. En Madrid, en un pequeño departamento, el artista uruguayo Washington Barcala trabajaba sobre una mesa pequeña, produciendo obras que no sobrepasaban el formato casi escolar del escritorio. Esa era una práctica funcionaria que sustentaba un arte de la restricción. Era la soledad del corredor de fondo, que implicaba no componer con las versiones de la plástica de reformatorio, que caracteriza la escena contemporánea. El escritorio desconoce la historia de la pintura de caballete, porque lleva las cosas hacia una cierta homologación con el arte del copista. Antonio Guzmán pinta sobre cuadernos de ciencias naturales de marca Colon, usando las témperas de oficio. Es un arte de la extrema reducción, que desarma el énfasis meteórico y obsceno del arte de la nueva decoración pública, incluyendo las coreografías norcoreanas de rigor. Sin embargo, en 1985, Gonzalo Díaz realizó “Trabajos de mesa” en Galería Bucci, como expansión de la obra presentada en Sur, “Pintura por encargo”. Eran recortes de papel y transparencias formateados en marcos de laca negra de tamaño fiscal, para apelar al inconsciente administrativo de las comunicaciones internas del arte. Debían ser apuntes preparatorios que debían fijar el rango de las metáforas en el nuevo escenario de la des/constitución, durante la transición interminable. En 1981, en cambio, Dittborn fabricó un libro único, de tamaño fiscal, con páginas fotocopiadas, páginas dactilografiadas, paginas escritas a mano, páginas pintadas y páginas con recortes de diario y de revistas, anillado en un costado, que tituló “Un día entero de mi vida”, y que pasó a ser un manual de operaciones secreto, sobre la determinación arcaica del soporte fotográfico como sub-suelo de su trabajo pictórico. Todo eso no superó el marco de la reprografía de emergencia y el libro estuvo perdido todos estos años, para cumplir con la condición de la novela del origen y de su heroica robinsonada. En el 2019, Francisca Aninat instaló su propio escritorio para recortar telas de pintura a tamaño A4, para regresar al espacio del libro, cosiendo los empastes como si fueran expedientes judiciales. Disponía, también, formatos más grandes, para doblar extensiones sobre si mismas y poder transferir signos pre-alfabéticos, como si fueran huellas de zorro sobre el lecho de un río seco.
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