LAPSUS

Hay quienes me reprochan ser demasiado duro en el análisis de la pintura y la escultura chilena. De la primera, no me canso en afirmar que no ha sido más que una ilustración del discurso de la historia; de la segunda, ya dejé de decir que se trata solo de un asunto de aseo y ornato. Allí no hay nada que esperar. Se podrá pensar que se puede esperar algo de la pintura a condición de que ésta deje de ser ilustración. He pensado, de manera optimista, que ha habido dos momentos de aceleración formal en este terreno, dando pie a la manifestación de unas formas y de una tecnología des/ilustrativa. Las he denominado primera y segunda transferencia, ligadas a ciertas obras. Luego, las disposiciones objetuales aparecieron como el destino inevitable para acomodarse a un lenguaje universal, pero fueron excluidas por las comisarías de arte decisorias debido a su extremo occidentalismo. Algunos pintores, para avanzar más rápido en carreras efímeras, dejaron la pintura para terminar haciendo recortes de papel, tachando documentos, reproduciendo banderas usadas como trapero, repitiendo las derivas estetizantes de unas ruinas poblacionales, recuperando el   gestos de operarios heroicos en su lucha contra la naturaleza, para terminar, montando ambientaciones lumínicas que rivalizan con la decoración contemporánea, etc.  Apenas pueden superar el síndrome memorialista. ¡Que tragedia! No hay por dónde. Salvo excepciones, por cierto. Pero con excepciones no se hace “una” política. Es preciso regresar a las imágenes; es decir, a su materialidad significante. Es cosa de profundizar esa noción. La exposición de la materia y de las técnicas fabrica, desde ya, una imagen.  Pero todo esto no es nuevo. ¡Oh, si! No se pinta un tema, sino un cuadro. Lo que hay que considerar es la manera, el cómo los materiales y las técnicas pueden ser portadoras de una “imagen poética” surgida de procedimientos de destilación, putrefacción, calcinación, todos ellos de connotación alquímica (por su referencia a la transmutación de la materia), pero que son empleados para coagular la decepción de representación. De ahí la presencia de técnicas de restauración en la producción contemporánea, como una inversión de los saberes de la ebanistería y del empaste de libros, para consolidar los (d)efectos destructivos sobre la superficie, del enchapado, del cosido y del encolado. El futuro de la pintura estaría en esa frontera indeterminada entre “pintura y escultura”, entre Schwitters, Fautrier y Burri. La pintura será, siempre, un símil de tierra quemada convertida en escenografía de una ruina patrimonializada a la rápida, para conmemorar la degradación de un ideal. Entonces, se pintará desde la experiencia de un destierro. En algún momento, pensé que en la palabra destierro estaba incorporado el des/entierro. Fue a propósito de una exposición de Balmes, que se llamaba “En/Tierra”. Había trozos de bandera chilena embarrada, pegada al “muro” de lino, como un emblema de la negación de nacionalidad, como fantasma. Fue después del golpe militar que a Balmes se le recordó su origen catalán. Antes de eso nunca había ocurrido. Pero fue curioso cómo los desterraron después de la delación de Romera, de haber sido causante de la destrucción del arte chileno. Entonces, lo “catalanizaron” para demoler el espesor que había adquirido su pintura de la época de “No” (1971) y de “Homenaje a Lumumba” (1967). Por eso adelantó su regreso, en 1984, para impedir que lo siguieran desterrando, en el seno (mismo) de la “oposición democrática”. ¿Qué puede significar la pintura de Balmes para las generaciones actuales de estudiantes? Nada. El manchismo clásico chileno se remite cada día más a Couve, pero por defecto, por desfallecimiento de las estructuras míticas de la enseñanza. Lo cual es una fatalidad, porque los artistas de hoy le dan vuelta la cara a la Historia y sucumben ante  la elocuencia objetual de una vida cotidiana literalizada por el kitsch y el interiorismo.  Iba a decir: no hay interiorismo sin kitsch. El minimalismo, en pintura, es deudor de una estética funeraria. La narratividad por exceso, que se derrama por el cuadro, encubre lo que dice designar. Buscamos, entonces, un lapsus narrable, que rinda cuenta de la impostura-de-ser, en la frontera de la alegoría, donde según Benjamin, lo efímero y lo eterno se tocan. 


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