ENCARNE

¿Solo quedan figuras sin materia? Esta pregunta ha provocado desconcierto. No es posible. Hace años, en unas jornadas de la crítica en Buenos Aires, sostuve la hipótesis según la cual la pintura chilena le tenía fobia a la representación de la corporalidad. Connotados críticos mundiales me pusieron en entredicho. Eso no era posible. Después de mucho debatir, la hipótesis comenzó a hacer su camino. Fui favorecido por la producción local inmediata. El cuerpo pasó a ser objeto de inversión de la fotografía. Todo bien. La pintura, por un lado, se retrajo hacia un tipo muy extraño de abstracción lírica. Y por otro lado, hacia la ampulosidad del pequeño remiendo anecdótico. Entre medio, los veteranos del neo-expresionismo local hicieron una arremetida e instalaron la pintura del derrumbe urbano. Pero el fantasma de la fobia a la corporalidad siguió estando presente. ¿Qué hacer? Rechazar la cobertura literaria de competentes escritores, para abordar cuestiones específicas: materia y rostrocidad. Maneras de decir “yo” en pintura. El bálsamo es aplicado sobre la herida, cubriendo el espacio abierto entre-bordes, cuando se trata de un dibujo cortante, como resultado de un mandoble en medio de un duelo donde los adversarios se enfrentan cara a cara.  La punción, en cambio, es producto de un golpe a traición. En el espacio entre-bordes se localiza la reconversión de la facialidad. En eso consiste el devenir-boca del cuerpo. La juntura de los labios sella el compromiso de continuidad fallida sobre la piel. La cicatriz se hace visible por efecto de sanación, guardando la calidad gráfica de una huella protuberante, disponible al tacto como indicio de un trauma. En este caso, estamos en el grabado al agua fuerte. Para deslizarnos hacia el dominio de la pintura, debemos mantener la herida abierta, expuesta. Entonces, la función-labio desaparece en provecho del sacrificio irreparable, que no restituye la piel arrancada, proporcionando acceso a la pintura de encarnación. Más bien, a la “encarnación de la pintura”, por la vía de la “encarnación en pintura”.  Es por eso por lo que debemos regresar a los problemas del comienzo. Hablaré, entonces, de la función-des/pliegue. A ver si podemos terminar con tanto encubrimiento metafórico. Todo esto supone un gran valor, porque nos enfrentamos a la tumescencia como indicio de una superficie sometida al efecto de armas de percusión. Para pensar la pintura chilena, dejemos el paisaje y centremos la atención en la cromática y cosmética de los moretones; es decir, de los moretones como una cosmética de la coagulación interna. Debemos aplicar la retórica forense para reducir la mímesis de los golpes y heridas, marcando las zonas de exclusión de toda lamentación. La pintura es inaudible y tiene la rara virtud de dejar a la intemperie, la carne.  Tendría que sugerir la lectura de “El matadero” de Esteban Echeverría, para habilitar la gestión criolla de la res (extensa). Espero que alguien perciba el alcance del chiste filosófico. De lo contrario, tendríamos que regresar a la cruci/ficción. La materialidad está del lado del desfallecimiento total y de la putrefacción. Es la razón de porqué en la columna anterior hice mención al calafateo del tórax, como preparativo del enterramiento ritual. Pero aquí, apelo a la fractura expuesta, sin concesiones. No existe institución chilena que asuma los efectos de la represión encarnada. Los formularios no contemplan la admisibilidad de una representación reversiva que enfatiza la proximidad ominosa del palo de rosa nacarado. Lo que no debía ser advertido, sin embargo, se hace ver como exceso regulable. Algunos pintores audaces permanecen en el nivel cromático del faisandé, fijando la tensión entre el ligamento y las ancas, en una escena de regreso de caza. Todo esto ocurre en Valparaíso, entre el cazador de aves y de liebres y el abigeo que des/presa el animal para bajar corriendo a venderlo al Cardonal. Valparaíso no es puerto, sino una antesala del-país-de-adentro, donde ya corrió mucha sangre. En el Cerro Alegre, Edgar del Canto sostiene una casa-taller en cuyo espacio modula un gesto de reticencia máxima, donde pinta remedos de personajes en estado de furia incontenible. La figuración dislocada los retiene en su inacabamiento, dejando la piel escurrir como si fueran hilachas viscosas, que no pueden garantizar su estabilidad como cuerpo des/haciéndose. Este ejercicio de descomposición de la representación invierte todos sus activos en la “pintura de la ropa” -las tenidas-, como piel sustituta, que nos devuelve el horror de la pose y de la función asociada. Ninguna figura heroica. Solo punciones de una sentimentalidad de la degradación.


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