CORDILLERA

En el grabado chileno, los artistas no regresan a la montaña, porque nunca la han abandonado. Siguiendo a Francois Jullien, hablaré de un complejo operativo que consiste en adoptar la noción de montaña(s)-agua(s), aparejadas, acopladas en un mismo pensamiento. La montaña no se piensa, no existe “en si”, sino que subentiende con su pareja: el agua. En la obra de Virginia Vizcaíno, la noción es volcada hacia la carestía, mientras en la obra de Daniel Lagos, la tendencia es hacia el exceso. El bosque vendría a ser una extensión visible de la acción de las aguas, que acarrea la arena que se deposita formando los bancos en la desembocadura del rio Queule, del rio Toltén, y de tantos otros.  Extraña y contradictoria forma de retener la erosión del sentido, en el gran grabado mural de la exposición que acaba de ser levantada. La selva fría devela la función de la ladera y obliga a poner la atención en la cima, para poder fabricar la dimensión de lo escurrible.  En Virginia, la función de la poesía como embalse simbólico resulta ser clave para mitigar la falta de agua. Es la razón de haber nombrado a Cabildo y Petorca, en la columna anterior. Es como escribir las palabras Cunco o Lago Budi, por oposición. La extrañeza inquietante proviene del temor fascinante que supone remontar hasta la fuente. En la exposición “Grabado: Hecho en Chile” había una tensión entre lo húmedo y lo seco, para significar la complejidad de un paisaje cultural que reclama la articulación entre lo durable de una lectura con la movilidad de la interpretación.  Existe, entonces, un grabado de secano-costero y un grabado de mediana cordillera. No así en la pintura chilena que le teme a la representación del cuerpo. También le teme a la representación del paisaje. En verdad, le teme a todo, salvo a la pintura de fachadas, tanto interna como externa. Es decir, pintura de bienes muebles. Y luego, pintura de objetos catastróficos. Pero ¿el paisaje?, solo el grabado puede asumirlo como el reverso de una decepción moral. Daniel Lagos no reduce el paisaje a lo perceptivo, sino que lo instaura como un lugar de intercambio entre todos los elementos inventariados, que se distribuyen desde la cima, por la ladera, hasta el curso de los ríos nocturnos. La flora diurna prepara el acceso al encubrimiento de las interioridades actualmente en litigio. Es cuando lo afectivo domina lo perceptivo, y este último se deja determinar por la fisicalidad de lo que llamamos “naturaleza”. Capacidad, en síntesis, de dejarse afectar. Empleo viejas palabras para hablar de cuestiones complejas que nos ofrece un amplio abanico de reacciones para escoger nuestra afectación, entre la alegría y la pena, que viene a enmascarar el tono sordo y difuso de una lengua que adquiere un alto grado de indeterminación en la construcción de una lejanía, en el seno mismo de la proximidad.  Siguiendo a Jullian, cuando “restituye lo visible en su emergencia y no ya en su expansión”. Justamente, en el mural, lo que ocurre es un ensanche de lo visible. Y lo visible, no es lo que se ve, sino lo que potencialmente puede ser visto. ¿Qué es lo que puede ser visto, en ese paisaje, que supongo me hace percibir la lejana cercanía de la cordillera de la costa? Lo que puede ser visto, repito, en sentido amplio de “naturaleza alrededor mío”, es aquello que redescubrimos con un agradable temblor. Y cuando una imagen comienza a temblar, nos situamos en aquel borde donde podemos  “ver venir” un momento decisivo que nos hace liberar los indicios del futuro. 



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