CAMISAS
Hay un punto ciego: la necesidad francesa de primitivismo, como si fuera un mito pre-político. La escena chilena plástica, literaria y sociológica, proviene de una matriz francesa averiada por las mermas de traslado. Monvoisin, Gay, Courcelles, Touraine y Couve. Lo que tiene lugar es la réplica de una matriz que se degrada, hasta alcanzar la versión bolchevique de las tres epopeyas francesas del siglo XIX, que agitan (todavía) y favorecen la invención de un presente arcaico. Ahí están: 1830, 1848 y 1870. A cada momento corresponde un pintor: Delacroix, Courbet y Maximilien Luce. No deja de ser sorprendente que se trate de camisas. Primero, la del ¿soldado? que yace a la izquierda, abajo, sobre la base de la barricada de la Plaza Baquedano; perdón, me equivoqué de escenario. Lo que ocurre es que el modelo simbólico parece ser el mismo. La Plaza Italia se ha igualado a la Place de la Bastilla en el imaginario insurreccional. Habrá que pensar en cuales serían las heroínas de la jornada para representar la dignidad del propósito y dirigir el movimiento. Pero las camisas ya vienen de la pintura de Goya. Hablo de las camisas más “pregnantes” en la historia (correcta) de la pintura. En “La balsa de la Medusa”, los náufragos agitan sus camisas, para señalar su posición a un lejano navío que sigue su curso. En 1848 Courbet realiza un dibujo muy inspirado en Delacroix, de las jornadas de 1848, con un jornalero en la cina de la barricada, señalando el destino ineluctable de lo que debía advenir y que servirá de frontispicio al segundo número de la revista “Le salut public”, dirigida por Baudelaire y Champfleury. En cambio, la pintura de Luce, pintor libertario, es realizada en 1905, para rendir homenaje a los caídos, masacrados por los versalleses en la semana sangrienta del 21 al 28 de mayo de 1871. La única zona blanca corresponde a la camisa de la mujer, masacrada, que yace sobre la calzada. Todas, son imágenes de cuerpos yacientes. Luego, Gracia Barrios, poco más de cien años después, pinta las camisas colgadas, puestas a secar al sol. Acá, son la metonimia de los cuerpos que faltan. Las camisas, tomadas por sujetadores de madera, se asocian a la imagen de las copias fotográficas puesta a secar después del lavado. El color y la disposición se escurren, mientras en Balmes, las camisas solo se manifiestan como dibujos de un trazos interminable que señala en su filigrana la flotabilidad de toda delimitación posible. Para decir que el significante sudario le pertenece a la pintura, en su historia, como su infraestructura ideológica, para no tener que salir de las referencias bíblicas inevitables. Quizás esa sea la imagen arcaica sumergida que mantiene al arte chileno en una dependencia simbólica de la Santa Faz. No ha habido pintor más católico, en términos estructurales, que Balmes. Pero eso le viene de por si. En algún momento he sostenido que él trae consigo, impreso en la retina, el impresionismo catalán. Tenía de donde venir. No era una réplica. En cambio, ¿Qué hacían nuestro pobres artistas-profesores de la Facultad entre 1940 y 1950? ¿Pueden hacerse una idea de la mediocridad del arte chileno de ese entonces? La mediocridad se reconoce por la ausencia de filiaciones tardías reconocibles y por la precaria condición de la transferencia informativa. Y un sentimiento de derrota muy avanzado. Recién las cosas se aceleran en los sesenta, con la llegada de revistas a las bibliotecas de los institutos binacionales. ¿Qué hubiera sido el arte chileno sin el instituto francés, el Goethe y el Norteamericano? Todas las generaciones arrancaron páginas para llevarlas a la escuela. Desde las exposiciones de Afro, Birolli, Corpora y otros. Luego, las figuras heroicas de la pintura americana de los setenta. Finalmente, Bacon, y la transvanguardia, impresa en Flash Art. El resultado ha sido, otra gran mediocridad que se verifica en el impedimento para entablar un intercambio formal consistente con las corrientes “operativas” del mainstream (pictórico), en una escena internacional dominada por lo memorial, que exige monumentales instalaciones conmemorativas. Pero la pintura, regresemos a su condición infraestructural y pensemos de qué manera podemos reivindicar ese primitivismo contemporáneo al que hemos hecho mención. Pero no hay que quedarse en las evocaciones a las pinturas parietales de Atacama y Tarapacá. Por favor, ya basta. Hay que superar el síndrome absorbente que obliga a todo pintor a pensar su práctica en términos desfallecientes, porque no pueden superar la “instancia pietà”, que produce una pintura de falo caído. Es preciso regresar a las materias y a las tecnologías corporales de base. La reflexión reciente sobre grabado obliga a poner la atención en los utensilios, los soportes y las tintas. En pintura, es preciso abandonar el complejo impresivo modernista para buscar una pista en las sabidurías tardo-medievales de la imagen. Por la obra de un pintor pasa toda la historia de la pintura. No es un misterio. El desafío es saber donde se instala el momento primitivo de la actualidad del gesto técnico y de su carga semántica. Las camisas remiten a las vendas y a las envolturas de cuerpos a la deriva. Hay que abandonar el significante sudario implícito en cada camisa pintada. Pero tampoco hay que confundir el desarme de una casa con la desconstitución de la pintura, como si fuese un mueble roto. Sin embargo, lo que pervive es el gesto inquietante que recupera los residuos del manchismo histórico ya degradado. ¿Qué otra cosa se podría hacer?
De eso se trata: Que otra cosa se puede hacer?
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