EMBLEMAS

A comienzos de los años noventa, cuando dejé de escribir textos de acompañamiento, participé en las Muestra de Grabado de Curitiba, invitado por Ivo Mesquita y Paulo Herkenhoff. Yo les había escrito una carta larga en que les hacía el relato de la acción corporal de Leppe en el Taller de Artes Visuales. No es que se hayan interesado tanto en la acción de Leppe como en la atención que puse en las artes de la transferencia. Desde entonces se comenzó a perfilar mi preocupación por las cuestiones de filiación y transferencia en el arte incómodamente denominado “latinoamericano”. 

Mi trabajo ha sido ese: filiación  y transferencia. Por eso, la importancia de la noción de réplica, como una especie de modelo inconsciente que armaba la escena. El grabado, entonces, ha sido una vía de trabajo sobre los contactos y los huecos. Contactos instituyentes y huecos institucionales. Entre los cuales, estaba la cuestión del hilo y del corte, como dispositivos de articulación de frentes de productividad. Como lo mencioné una vez, eso se debe al efecto simbólico de la máquina de coser de mi madre. Pero al mismo tiempo, trabajaba sobre la sobredeterminación de la Santa Faz en un cierto tipo de arte chileno que operaba a partir de una gran ignorancia del medio. Todo eso correspondía a capítulos ultra reseñados en la historia del arte. Pero el llamado “conceptualismo” operó sobre esta ignorancia, aprovechando el vacío producido por su absoluta falta de distancia. Parecían haber inventado la historia. De verdad, las consideraciones literales sobre los dichos de Duchamp eran un chiste. Los escritos teológicos tenían más rentabilidad para entender la escena contemporánea. Finalmente, toda la disputa entre las obras de Gonzalo Díaz y Eugenio Dittborn se resumen a una lucha sobre la preeminencia del Paño de la Verónica por sobre el Santo Sudario. Y viceversa. Lucha en la que Leppe se subordina a la instancia-santo-sudario. No sale de ahí. 

Es decir, va a salir de ahí coleccionando cristos coloniales, para introducir la pulsión mobiliaria en su pintura de posteridad performática. El resto, son monolitos. Todos. Diseños de obras para memoriales. 

Después de eso, ha ocurrido algo muy similar a lo que sostuvo Brunner después de leer a Kuhn. ¡Se derrumbaron los paradigmas! ¡Horror! Todo rasgaban vestiduras, entonces. Pero en el arte, todo siguió “paradigmáticamente” su camino, hasta que los padres totémicos  obtuvieron sus premios nacionales. Todo eso estuvo muy bien.

Después de eso, los artistas la han tenido muy difícil, porque ellos (es decir, los otros) eran, el paradigma por excelencia castradora. No se puede  luchar contra esos mitos. Chile es un país de Mitos. Pero a los artistas de ahora,  les hace falta una épica. Carecen de “mitos nuevos”. ¡Ah, los mitos ya no son lo que eran! Estos aspirantes a totémicos  crecieron y se desarrollaron, mal que mal, con la fondarización. Por eso, siempre deben recurrir, en última instancia,  a la memoria del dolor,  (pero) institucionalmente garantizado. 

Tampoco hay de qué extrañarse, si esa ha sido la especificidad del arte en Occidente, desde siempre. Imaginen lo que puede significar “la caída de Icaro” para los “nuevos totémicos”, o bien, la Galería de Rubens en el Louvre, para significar las relaciones entre una madre y un hijo, en política. Es “lo madre” quien dicta el protocolo, no dejando libre al hijo, porque debe cumplir con su mandato,  dictado debajo de una higuera, como algún de Francia, en una obra de teatro absolutamente  anti-hamletiana. 

 

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