CONTRADICCIÓN

Una exposición es un mapa para un mundo posible. En la zona del montaje en que aparece colgado el jumper, junto a unos patrones de confección (moldes), hay dos fotogramas de “Palomita blanca” de Raúl Ruiz. La exposición, pocos se han dado cuenta, es un guiño a los años setenta. El taller que organiza Eduardo Vilches con los niños de la población tuvo lugar en 1971. El decreto de oficialización del uso del jumper es de 1969. El film de Ruiz fue estrenado en 1973. Los fotogramas que usamos en el montaje reproducen la imagen de las dos amigas, escolares, con jumper, caminando.  Es el ícono de una época reprimida. La exposición, en este sentido, es también un “ícono”, pero de una época comprimida. 

¿Qué significa ser un “ícono”? ¿Un compendio representativo del espíritu doméstico de la época?  Si fuera por eso, ¿de qué época sería un ícono “Palomita blanca”? ¿De la Unidad Popular? Diría, ¿de las contradicciones subjetivas de la “ciudad de arriba” y la “ciudad de abajo”?  La mención que hago está validada por la presencia del jumper, nada más. Y nada menos.  

Ahí está la contradicción.  Vaya uno a saber cual. La contradicción no se presenta sola, en 1970. Lo que se debe hacer es identificar cual era el aspecto principal de la contradicción, como la obligación  analítica.  Previo a eso, como un verdadero imperativo de época, habría que identificar  la contradicción principal.  

Si traslado el modelo analítico desde esa coyuntura, debo preguntarme por la contradicción principal que define la tolerancia historiográfica de esta exposición. Ha sido una construcción que excede los parámetros reconocidos por la historia del arte. 

El jumper es el único objeto vestimentario exhibido. Pero no es una escultura. Eso debiera ser materia de reflexión. 





Luego, hay que conectar el hecho que esté colgado junto a las fotografías de los fotogramas, en una alusión jocosa y no menos exacta a la “icónica” obra de Joseph Kosuth, que según una leyenda urbana no suficientemente documentada, como toda leyenda urbana, estuvo en Chile en esa época y dio una conferencia que fue traducida por Juan Downey. 

Pero frente al jumper objeto y al jumper del fotograma está dispuesta la serie de fotografías de Beatriz Leyton, realizada una década después, en que reproduce las imágenes de unos maniquíes que tienen la cabeza hecha de yeso y la cara  pintada a mano (labios, ojos, cejas, pestañas, nariz). Es decir, cuerpos de molde (en yeso). 

Muchos colegas de Beatriz se han preguntado por qué está en la exposición, con esa obra. Justamente, les digo, porque anticipa la operación de regreso al jumper. Las fotografías fueron realizadas en los ochenta en la calle Rozas. No tienen nada que ver con las fotos que realizó Smythe en los setenta, en San Diego. Son desafíos epistemológicos distintos. Beatriz se juega a remitir su trabajo a la máscara funeraria. Pedro Millar lo advirtió, al punto que en los noventa se dedica a producir unos relieves en arcilla. Detalle significativo. Fue el único, junto a Enrique Lihn, que advirtió la densidad de ese trabajo de Beatriz. En forma inmediata. 

Pero luego, ahí quedaron esas fotografías, como un acumulado no suficientemente considerado en la obra de Beatriz,  hasta aparecer  en la economía de esta exposición, para insistir en que, antropológicamente, la forma que proviene de un estampado (imprenta) remite a su origen más inmemorial; es decir, a la práctica de la máscara funeraria, y que por esto, su trabado interpela el espacio del grabado, pero sin abandonar sus determinaciones primarias.  Lo que ocurre es que se instaló una mala costumbre en las escuelas, que consiste en analizar el arte chileno contemporáneo desde la epopeya de los desplazamientos. Lo cual es un error. Eso fue una posibilidad. Ya fue. Se acabó. Pudo haber sido la gran invención chilena, pero hoy es un tic de escuela. El grabado posee su propia historia. La que sea. Esta exposición trabaja sobre ejes formales asentados en la fangosidad elemental de la sobre carga de tinta. Puedo emplear, al respecto, !metáforas retenidas! 

De modo que es aquí donde hay que entender que la exposición se juega en varios registros: el origen de la escritura, las máscaras de cera moldeadas directamente sobre el rostro de los antepasados, los calcos de yeso,  los moldes del jumper. La exposición hace que estas tecnologías del cuerpo coincidan en una misma temporalidad, comprimidas, como un pasado que no deja de trabajar en ellas y las hace contemporáneas, como tiempo sedimentado

Hay que detenerse en este detalle: los rostros de los maniquíes están pintados a mano. Ese solo gesto cosmético los hace únicos, por retoque ya codificado. Pero cuestionan la pintura de los ochenta, neo-expresionista.  Pura pintura de eyaculación precoz. Incluyendo la pintura pre-expresionista. 

Beatriz recorre los pasajes de paqueterías en cuyas vitrinas se exhiben estos simulacros, en un momento crucial para la historia del cuerpo, en Chile.  Realiza las tomas de un modo que la vitrina está presente como encuadre degradado de la imagen, puesto que se trata de  dispositivos de exhibición ya perimidos, propios de un comercio al borde la quiebra.  

Años antes, Beatriz había realizado unas sorprendentes xilografías en las que hacía la parodia de los emblemas del “cuesco Cabrera”. Los nuevos tecnócratas imponían un modo de vestir. En una exposición, hay que poner en relación la obra de la artista con su producción de conjunto, que está en la memoria de sus colegas. Existe, lo que se llama, un público privilegiado. Es allí donde debiera expresarse la complicidad formal. 

Es así como s explica, también, por qué Eduardo Vilches está presente a través de su trabajo con el taller de niños de 1971.  Nadie pone en duda la relación de esta singularidad con el conjunto de su obra.  Lo mismo debiera suceder con Virginia Errázuriz, de quien hay solo una obra: el tríptico “Hecho en Chile”. La cual es inmediatamente puesta en relación con la obra de conjunto. De este modo, no se puede comparar en el interior de la exposición las cuestiones de cantidad. Basta que esta obra sostenga un diagrama analítico.

Otra cosa: los artistas de regiones deben ser tratados de otra manera, en relación al triángulo de base formado por Vilches-Lira Popular-Hermosilla. La región es el cuadrilátero sobre el que descansa el triángulo, que hace las veces de un techo. La figura explicativa es exacta. El cuadrilátero asume la realidad de las escenas locales de grabado.  ¡Tenemos una casita! ¡Una iglesia! ¡Un templo! ¿Necesidad de re/sacralizar el arte chileno? No hago más que cumplir con la determinación de la Matriz. 




Una última cosa, para que se entienda: las fotos de maniquíes corresponden a la pervivencia de un modelo de comercio al interior de un modelo de economía que ya ha sellado su naufragio; que vendría a ser un resumen anticipado de la derrota general.  Al menos, existen las vitrinas y en su interior, unos simulacros de cuerpo, vestidos, que musealizan (a lo pobre) un modo de trato con la representación del cuerpo. 


 


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