CORTE
Una de las cuestiones importantes a relevar con esta exposición es que me ha sido posible esbozar una distinción entre historia de la estampa e historia del grabado; como si la primera perteneciera a la industria del impreso en Chile, mientras la otra se reduciría al campo del arte en posición de minoría disciplinar. Ya se ha visto que cuando una tecnología entra en receso, superada por nuevos avances en su rubro específico, los aparatos y dispositivos perimidos ingresan al campo del arte, repotenciados por un discurso de reserva.
En este caso concreto, el corte fue realizado en el momento anterior al comienzo de la “epopeya de los desplazamientos”, que por lo demás, no corresponde a un corte cronológico, sino más bien simbólico, porque las fronteras siempre están contaminadas, como toda frontera, que se permite la dudosa promoción de intercambios. La epopeya en cuestión supone una ruptura, que es colmada por el discurso. Eso no es malo. Simplemente, ocurre como un momento generador de otras cosas, que dejan de ser, propiamente, grabado.
Entre los desplazamientos y el grabado, hay una zona extraña que he denominado “grabado que no es grabado”, formulado de tal manera, que si bien plantea elementos de corte, de todos modos permanece de “este lado”. Esta es una denominación de la crítica brasilera para designar un tipo de obra que conecta un tipo de gráfica expansible y una objetualidad retraída. En cambio, los desplazamiento introducen una ruptura que sirve para el montaje de un nuevo espacio, más bien disposicional, en la escena chilena de los ochenta.
Prefiero hablar de disposición, en vez de instalación. Debiera afirmar que no existe instalación en Chile, sino tan solo disposiciones de diversa especie y magnitud. La instalación vendría a ser una importación argentina, que trae Glusberg en sus viajes de 1978 y 1979. Antes de eso, Leppe hizo happenings. Después de la venida de Glusberg se comienza a hablar de instalaciones, porque él traduce a los anglosajones y trae a Santiago unos folletos con fotografías de unas obras neoyorquinas. Algunos leen sus textos y (se) aplican.
Sin embargo, en los ochenta, a su regreso de Florencia, Gonzalo Díaz es muy claro al señalar que la instalación, así llamada, no era más que la extensión traumática de la naturaleza muerta, y que, por lo tanto, en su origen, es un “asunto” determinantemente pictórico. En su filiación, había que ir hasta los holandeses. En su defunción, había que recurrir al animismo. Finalmente, no somos más que seres para la muerte.
Entre filiación y defunción, solo hay un ceremonial sancionado por lo que desde ese momento comencé a llamar “artes de la disposición”. Pero ya estábamos en la cercanía de los años 2000. El artista que se hacía portador de mi hipótesis era nada menos que Mario Navarro. La disposición de sus objetos me remitía, antropológicamente, hacia el animismo africano. De ahí que su trabajo a partir del proyecto cibernético de Allende pasara a ser, nada más, que una animita en la que podríamos encender unas velas para agradecer un favor concedido, cuyo nombre permanecería en secreto. Solo puedo concebir estos aspectos de la obra de Mario Navarro como las ruinas anticipadas de un monumento funerario. Pienso, en concreto, en la “maqueta” del edificio de Borchers en Chillán. Ese ha sido uno de sus mayores trabajos.
Sin embargo, no debo dejar de mencionar, como transición definitoria, la obra “Declinación de los planos”, de Gonzalo Díaz, de alguno de esos años, entrados los noventa. Era “arte de la disposición” en su mejor expresión, porque poseía todos los símbolos que había acarreado hasta ese momento, desde “Banco/Marco de Pruebas”. Pensar que banco remite a un torno mecánico y que marco, obviamente, al (en)torno del cuadro. (Risas).
Quizás, la única instalación que merece el nombre de tal es la que montó en Porto Alegre, en una de las bienales del Mercosur, como re edición de la estructura de “¿Qué hacer?”, que era todavía una dispositio, realizada en Sur en 1984. Pero lo que hace, a fines de esa década, son monumentos funerarios encubiertos, de la mejor calidad.
Todo esto, para decir que Gonzalo Díaz no alcanza a convertirse en un artista del desplazamiento, si bien, su obra adquiere el atributo analítico de la sobre metaforización. Sin embargo, hay momentos y momentos en dicho proceso. Lo que hay que determinar, es cómo se realizó el paso de los desplazamientos a las artes de la disposición. Pero no es necesario. No hubo paso alguno. Los desplazamientos se consumieron por si mismos, porque eran de una enorme exigencia formal, que atentaba contra toda amabilidad visual. En cambio, las disposiciones de Gonzalo Díaz poseían una perversa amabilidad, que no le impedían ser punzante, poniendo en cuestión los fundamentos gráficos y políticos de la izquierda plástica de ese entonces. Es cosa de analizar su trabajo memorable en el Instituto Lipschutz, en 1987: “La fragua de Vulcano”.
Ahora, los desplazamientos, como una gran invención chilena, no logró fraguar un discurso de colocación en el arte latinoamericano de los ochenta-noventa. Una de las razones de por qué no fue una hipótesis exitosa, puede estar en las necesidades de expansión de la obra de Dittborn, cuando pone a funcionar la maquinaria aeropostal, porque consume todo el carburante discursivo. Pero eso no es culpa de Dittborn. Los desplazamientos “no supieron decir su nombre” en el momento oportuno, porque no logró constituir un frente unitario de obras, y porque la hiper metaforización en torno a la obra de Leppe cubrió todas las posibilidades de existencia de una retórica visual autónoma mediante una estrategia de crítica “osiríaca”.
Entonces, para terminar con esta columna: el corte de la exposición “Grabado: Hecho en Chile”, fue realizado en una zona limítrofe y movediza, pero que nunca dejó de considerarse como “dentro” del grabado. A fuerza de escribir una cierta historia del arte en función de unos desplazamientos que han quedado congelados, resolví escribir sobre las vicisitudes de una tradición de carácter secundario, que ha revelado poseer una insospechada rentabilidad simbólica.
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