ARRUGAR
Buscar el eslabón perdido es tan estéril como la obsesión que tienen algunos investigadores por los precursores. En eso se empantanan, armando lo que podría denominarse “mercado de la precursividad”. Es lo que hacen algunos con Vial y Bonatti; es lo que hacen otras con Donoso; es lo que siguen haciendo con Deissler. La operación tiene lugar en un espacio de segundo orden, en el que deben acumular sentido y credenciales aquellos que tienen la sensación de haber llegado tarde a algo.
La última frase de la columna anterior remite a la imposibilidad de determinar un precursor, porque estas cosas aparecen -más bien- como un enjambre de problemas conectados entre si, en las pequeñas variaciones de un mismo frente. No es posible explicar el paso de la gráfica inflamada hacia el objeto retraído en la epopeya de los desplazamientos, como si dicho traslado fuese portador de un índice determinado de erectibilidad. Es la razón de por qué me concentré en la reconstrucción del grabado esencial como un campo desestimado por la izquierda plástica antes de 1973, pero que sin embargo va a ser sobreestimado por el socialcristianismo plástico, hasta esa misma fecha. La serigrafía pasaría a ser reivindicada como “grabado mecánico”, como si fuese una especie de ponceado en la cadena de montaje.
Ya me objetarán hablar de este modo: izquierda y derecha plástica. Yo no he inventado las categorías ni las descripciones, ni tampoco las sobredeterminaciones oligarcas fallidas en la plástica chilena. No se puede no considerar la variable de clases en la historia del arte. Incluso, del coleccionismo. Fue la derecha coleccionista la que armó el espacio para la recuperación de la pintura de izquierda, en 1985, poniendo precio a los artistas de los años sesenta, pero sin hacer distinciones formales y metiéndolos en el mismo saco de unos “años sesenta” que habían sido insuficientemente construidos por sus propios artistas. Por eso terminó siendo un poco ridículo que tuviese que ocurrir al final de la dictadura, en un intento de volver a un comienzo en el que no existiría trauma alguno. Al final, solo sirvió para especular sobre unas obras de Opazo, de Balmes y Gracia Barrios, como si estos solo hubiesen adquirido valor por ser “sesenteros”. De modo que los reducían a ser representantes de un “espíritu de época”, siendo esa una operación ideológica reduccionista del que ese coleccionismo de derecha no se ha hecho responsable.
Ha sido el coleccionismo ligado al pensamiento liberal el que ha logrado en la última década, que el género “arte y política” adquiera un rango de precios en el mercado de las subastas neoyorquinas. Ha sido este mismo coleccionismo el que ha promovido que piezas emblemáticas del “arte político” de los años ochenta fuesen adquiridas por eminentes instituciones artísticas europeas. Esta situación es (tan) real, que en su momento condujo a un operador ministerial a formular la amenaza simbólica de expropiar la Colección Pedro Montes, porque éste se habría adelantado al Estado. Las bromas reiteradas son una forma de instalar el simulacro de una política, al punto de convertirse en un síntoma.
Bien: en 1977 -por decir-, la izquierda plástica recurrió al grabado esencial para afirmar la presencia de una matriz que estaba siendo amenazada. La palabra “memoria” todavía no adquiría la fortuna de que goza en la actualidad, sino que la “historia” era la que preocupa a los artistas, por una razón muy compleja: hay que saber ubicarse. Los “conceptualotes” han aparecido y amenazan con aniquilar (toda) la historia anterior a 1973, sobre todo, las referencias hacia la objetualidad obrero-poblacional, representada por F. Brugnoli y V.H. Núñez. Entonces, Leppe recoge para sí la complexión del objeto pulsional y recompone la manera de hablar de arte, en 1980. El grabado pasó a ser el refugio de los “cristianos perseguidos” mientras los “otros” imponían un nuevo paganismo, curiosamente sobre determinado por la obsesión de hacer calzar la cita bíblica, con las “pietàs” que modelan toda la analítica del período. No deja de ser curioso que las disputas por liderar el materialismo interpelativo se dén en “clave católica”.
El grabado, en este contexto, pasó a ser un asunto casi exclusivo del “comunismo catecúmeno”, que debió asumir el léxico pastoral para asegurar su propia sobrevivencia. En este sentido, se debe valorizar la pulcritud expresiva de este ecumenismo plástico, que concentra sobre sí el efecto del sacrificio. Los artistas auténticos del presente son aquellos cuyas obras se hacen eco del horror extremo, pero no bajo la forma escenográfica de las instalaciones post-conceptuales, que están ocupando la escena .
La frase de Adorno ya suficientemente conocida permite formular la pregunta: ¿es posible poder seguir haciendo grabado después de 1973? Hubo quienes encubrieron la pregunta y se fueron a excavar, a expandir, a estencilizar, todas ellas, formas diferenciadas de erección (toda penetración siendo una erección invertida). Sin embargo, siempre hubo quienes evidenciaron la pregunta por lo contemporáneo del grabado, sin tener que renunciar a la semejanza-por-contacto.
La transferencia que buscamos reconstruir, la vamos a encontrar en la obra de Liliana Porter. De eso hablo en el libro “Grabado: Hecho en Chile”. Liliana Porter toma una hoja de papel y la arruga con la mano, fabricando una “pelota”. Luego, la toma con la otra, y con ambas manos la reabre y extiende de nuevo la hoja de papel, aplanándola cuidadosamente, para que en esta restitución posicional no se borren las lineas que provienen del acto de arrugue pulsional. Dittborn, al respecto, le va a oponer el pliegue racional. Aquí comienza la epopeya del objeto retraído, que tendrá sus consecuencias en la escena chilena.
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